Difícil hablar de “Dragon Ball Z: la batalla de los dioses” sin mencionar, por un lado, una base mínima de la historia que la precede, y por otro, el ineludible hecho de ser una película casi exclusivamente para fanáticos seguidores.
Dragon Ball es una historieta Japonesa de la década del ’80, pero que recién llegó a su versión en español en la década del ‘90. Todos los volúmenes de la historieta fueron llevados a la televisión, y la industria nipona dio cuenta también de algunas películas dada la aceptación mundial.
Básicamente el argumento se centra en Gokú, un extraterrestre (esto se supo mucho después en la serie) experto en artes marciales que recorre la tierra en busca de siete bolas de dragón, las que juntas llaman a un dragón/dios gigante que concede deseos. A partir de esta idea medular basada conceptualmente en “Viaje al Oeste”, una de las cuatro obras fundamentales de la literatura china del siglo XVI, el viaje de Gokú se plagó de amigos y enemigos, algún amor y viejas rencillas entre planetas y dioses.
Con esto dicho, y sin ningún preámbulo que resuma nada, “Dragon Ball Z: la batalla de los dioses” deja afuera a cualquiera que no haya visto o leído la historieta de Akira Toriyama.
Treinta y nueve años después de la siesta el Dios de la destrucción se despierta y anda con ganas de medirse contra alguien poderoso para recordarle a la gente que es el capo di tutti capi. Adivine a qué planeta viene y con quién se enfrenta.
Lejos de cualquier rimbombancia de efectos y estética tridimensional, el largometraje de más de ochenta minutos respeta a rajatabla el dibujo original y hasta cuenta en su versión en español con las voces originales. Como corresponde al comic japonés, la acción es mucha y variada y las dosis de humor recaen en los personajes más chiquitos y en los caprichos del protagonista.
Puede que suene sectario, pero realmente los fanáticos pueden ir tranquilos. Los demás, a ponerse al día o ver otra cosa.