San Goku
El melancólico estreno de Dragon Ball Z: La Batalla de los Dioses (Dragon Ball Z: Battle of Gods) cae en un fuera de tiempo tremendo. Es que la historia de Goku, Vegetta, Freezer e infinitos personajes más, ya se encuentra guardada en el baúl de los recuerdos. Para mediados de los 90 el animé que rompió absolutamente todo, más allá de las cualidades estéticas y narrativas, fue Dragon Ball Z. La más exitosa serie de animación japonesa fue el terremoto para el tsunami que vendría después. Es cierto, se hace imposible obviar en esa misma oleada a Salilor Moon y Los Caballeros del Zodiaco, pero fue Goku y compañía quien logró la masividad mundial. La popularidad de la serie se debía a la humilde premisa de amigos + esfuerzo = victoria.
Dragon Ball Z siempre fue simpleza, de una estepa narrativa tan mecánica y poco sorprendente como confortable, ante cualquier enemigo posible estaba San Goku para salvarlos a todos. Desde ese mismo lugar, pero muchas años después, esta entrega huele a capitulo extendido. No aporta en el aspecto visual (la pelea final es entretenida pero no inventa nada), y los personajes, retoman el espíritu de la serie como si no hubiera pasado un solo día. Pero ya pasaron muchos, los niños crecieron (hasta ahí) y mucha agua animada pasó bajo el puente.
El truco de Dragon Ball Z siempre fue el de ir incrementando el poder de los rivales para que nuestro héroe Goku tuviera un nuevo nivel a superar. Cada vez más fuerte, cada vez más imposible. ¿Que restaba entonces? Los dioses mismos. Aquí aparece por eso un gato arábigo "Dios de la Destrucción" llamado Bills. Este personaje, lejos de ser el típico malvado, es más bien lo más cómico del film. Su actitud es: buscar pelea, comer y amenazar con destruir todo. La realidad es que parece el invitado de una fiesta de egresados de una escuela a la que no fue, nunca alcanza ser un peligro sincero, porque después de todo, no odia a la humanidad.
Para el seguidor de la serie puede que el film se quede a mitad de camino y no justifique la pantalla grande. Durante los ochenta y dos minutos de "La Batalla de los Dioses" hay más comedia (funciona de poco a nada) que pelea, algo decepcionante considerando que el mito Dragon Ball Z se creó sobre las bases de cagarse a trompadas con bolas de poder cada vez más grandes (que parecían destinadas a hacer estallar el universo todo). Esta aventura, bastante trivial, resulta un entrenamiento sin demasiado en juego, un divertimiento naif que no levanta vuelo. Si su estreno se justifica por la base de fans cosechados a lo largo de estas décadas, más que por sus méritos cinematográficos, ese también es su techo, un film para seguidores que se conforma con hurgar en la memoria pero sin trascender en el presente.