Se estrena a través de Puentes de Cine la ópera prima de la alemana Helena Wittman, Drift, una película hipnótica sobre el poder de embrujo que puede tener el mar.
Drift es una película que tiene un par de personajes, unos pocos diálogos (y la mayoría, a simple vista, intrascendentes) y mucha imagen audiovisual que apunta a lo sensorial, al viaje, a sentirse inmerso en medio de un paisaje frío y desolado o a la deriva sobre un mar que se percibe infinito.
El argumento mínimo de esta película gira en torno a dos mujeres que se separan, que deciden cada una hacer un viaje personal. Sin embargo, como apuntaba antes, a Wittmann no le interesa demasiado lo narrativo, no importa qué se cuenta, qué tiene para contar, sino que se preocupa por transmitir aquello que el paisaje brinda, ya sea desolación, ausencia, libertad. En ese sentido se siente más experimental.
Hay una fijación por el mar, a quien se le dedica largos minutos de contemplación, un mar que hechiza. Ese cuadro, el del mar y nada más que el mar, se termina de resignificar en la escena final, donde aparece ya de otro modo, como una especie de recordatorio: el mar como transición, el viaje que nos modifica. Porque, como dijo el explorador y eterno enamorado del mar Jacques Yves Cousteau, “el mar, una vez que te lanza el hechizo te mantiene en su red para siempre”.
Más allá de que Wittmann consigue hacernos sentir inmersos en este viaje, aún a través de algunas escenas en el medio de la cotidianeidad de cada una en los lugares que recorre, la experiencia, aunque no es del todo sensorial, sí se siente un poco abrumadora a lo largo de la hora y media que dura la película.
Drift es un film en el que prevalecen las largas escenas de contemplación, a veces de noche donde sólo podemos ver aquello que ilumina una linterna, una contemplación que no necesita más que un instante para hacernos sentir dentro. Es además una película que, sin dudas, se apreciaría de otro modo en una sala de cine y que, también, se ve de una manera especial en esta época donde permanecemos encerrados y es fácil soñar con perderse en lugares como los que Wittmann filma. Entonces, no nos deja indiferentes. Dejarse ir, dejarse llevar, estar a la deriva, a merced de algo más.
Con un título que aparece recién a los veinte minutos y un segundo acto que se siente alargado y repetitivo después de un tiempo, el último tercio cierra la película con una bella escena que, también disfrazada de la más corriente cotidianeidad, termina de retratar la distancia de un modo actual: a la larga, detrás de la pantalla, siempre hay alguien con quien podemos conversar o compartir una taza de té o una linda canción.
Drift es una película que logra hacerte parte de un viaje sensorial. Contemplativa y poética y poco preocupada por lo argumental, es una experiencia que puede resultar muy estimulante, especialmente en esta época que estamos viviendo, o un poco tediosa sobre todo en su segunda mitad.