Basado en tres cuentos de Hanuki Murakami, el film más reciente de quien es sin duda el gran hallazgo del cine de autor del último lustro es oscuro, torturado, de relaciones fuertemente enraizadas y hasta determinista.
A diferencia de los films anteriores del japonés Ryusuke Hamaguchi, Drive my Car es bien distinto a sus predecesores, y tal vez algo de esas diferencias tengan que ver con la exultante recepción de que gozó la película en el mundo occidental. Contando, claro, las tres premios en Cannes y las cuatro nominaciones al Oscar, de las cuales obtuvo la estatuilla a la Mejor Película Internacional. Mientras que hasta ahora el cine del autor de La rueda de la fortuna y la fantasía (ver crítica aquí al lado) se había caracterizado por su levedad, transparencia y relaciones desprendidas y gobernadas por el azar --en línea con el cine de Eric Rohmer y su discípulo Hong Sang-soo--, Drive my Car es todo lo contrario. Basado en tres cuentos de Hanuki Murakami, el film más reciente de quien es sin duda el gran hallazgo del cine de autor del último lustro es oscuro, torturado, de relaciones fuertemente enraizadas y hasta determinista, por el modo en que la historia personal y la nacional modelan el destino de los personajes. Es más: podría decirse --a riesgo de ser crucificado por el resto de los mortales-- que Drive my Car es el film menos personal del autor, y el hecho de que se trate de la adaptación literaria no parece ajeno a ello. Eso no quiere decir que sea una mala película, desde ya, sino que a criterio de quien escribe está tan lejos de ser la mejor de Hamaguchi como de la obra maestra que se pregona.
De tres horas --menos un minuto-- de extensión, Drive my Car es tan pausada, fluida y modulada como las anteriores. Tanto que se siente como si durara la mitad de lo que dura. Como ellas entrelaza también varias historias, esta vez con un protagonista más marcado como tal. Mientras que una de las delicias de Happy Hour, Asako I y II y La rueda… es el carácter coral de todas ellas, en esta ocasión el resto de los agonistas queda en segundo plano. Aunque es preciso anotar que Hamaguchi le dedica una paciente atención hasta al último miembro del elenco. Yusuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima) es un actor y dramaturgo que se halla en plena preparación de una versión de Tío Vania, que dado el origen diverso de los actores, será multilingüe y con traducción simultánea. Incluye a una actriz muda, que no sólo se expresa por lenguaje de señas sino en coreano. Por lo cual necesita de la “traducción” de su marido, asistente de Kafuku. Apellido que, dicho sea de paso, suena a “Kafuka”, que es como los japoneses pronuncian Kafka.
Kafuku carga con el peso de una tragedia personal, cuya culpa se atribuye. A la vez elige para el rol protagónico de la obra de Chejov a Koji (Masaki Okada), joven galán y rival amoroso, a quien le endilga el papel a contrapierna (Misaki tiene menos de 30, mientras que Vania supera los 60), tal vez como forma de venganza. Finalmente --resumiendo muy escuetamente un relato largo, lleno de historias diversas, capas narrativas, sentidos cruzados y un complejo sistema de correlaciones internas y externas-- hay un personaje a primera vista menor, el de Misaki (Toko Miura), la chofer que debe trasladar a Kafuku durante su estada en Hiroshima, que sin embargo crecerá hasta ocupar casi el rol coprotagónico. No por nada el film le debe el título. Y no por nada la acción transcurre en Hiroshima, dicho sea de paso.
Culpa(s), tortura interior, confesiones varias, necesidad de expiación, un crimen con su correspondiente castigo: salvo esto último, nada de lo demás es propio de la cultura japonesa. Mientras que las relaciones leves, los sentimientos guardados y la apariencia calma de los personajes, constitutivos de la idiosincrasia nipona, son propios de los films previos de Hamaguchi. De hecho, Drive my Car se parece más a un film europeo de autor de los años 50 y 60 (Bergman, Antonioni) que a aquellas películas. De éstas hereda, sin duda, el cruce de personajes disímiles y la voluntad de comunicación de todos ellos (lo contrario de Antonioni). La expresión más visible de esto es el personaje Lee Yoo-na (Park Yu-rim) como la mujer sorda y coreana. Yoo-na entiende todo y se hace entender. Es además el personaje más luminoso, se diría que más hamaguchiano del film. Hasta el punto de que la belleza de sus gestos convierte sus escenas en las de un bello film musical, en el que la coreografía no pasa por los pies, sino por las manos.