De los 70 a los 80 en 20 segundos
Llama poderosamente la atención el consenso generalizado detrás de Drive. Y no hablo del público -que puede hacer la que se le cante-, sino de los críticos que se han visto embelesados por esta película del danés Nicolas Winding Refn, quien ganó el premio principal el año pasado en Cannes por este trabajo. Tampoco hablo de un embelesamiento del “está buena”, sino de una exagerada consideración ante una película que tiene todos los clichés cool del cine moderno que habitualmente se critican en otras películas que queda bien criticar: un montaje fragmentado, iluminación artie, una simbología torpe como la del escorpión que lleva el personaje de Ryan Gosling en su campera, una actuación como la de Gosling que es pura pose gélida, y un exceso de ralenti. Y todo esto, para revestir una película que sin la parafernalia de diseño sería una de tiros, chicas, kiss-kiss y bang-bang. La duda es: si fuera sólo eso, ¿sería tan apreciada? ¿No caen los críticos, al fin de cuentas, en su trampa estética? Para definirla con un término poco académico, Drive es una película canchera, que se nutre del cine del pasado para construir su estética mientras lo mira por el espejo retrovisor. ¿Esto la convierte en una mala película? No necesariamente, pero sí hace que el todo no sea tan convincente como muchos quieren mostrar.
Es cierto que Drive es una película extraña. Ni bien uno la ve, queda en un estado de excitación. Es un film potente en su violencia que busca el shock y, a la vez, posee un trabajo estético lleno de guiños. Por un lado, tenemos una recuperación de aquel cine setentoso donde la relación entre el hombre y el auto construían un mundo, con exponentes desparejos pero icónicos como Gone in 60 seconds, Grand theft auto o Vanishing point, además de otro más urbano y seco, con persecuciones, al estilo Bullit. Pero, a su vez, en una búsqueda consciente y que acerca Drive al kitsch, la utilización de la música, la presencia progresiva del melodrama romántico, los recursos visuales un poco grasas, Refn parece querer anclar su película a los 80’s. Lo curioso, además, es que el protagonista, del que desconocemos su nombre, tiene la esencia de aquellos personajes del cine negro más cincuentero, con los viriles y lacónicos protagonistas del cine de Melville como modelo. Así las cosas, Drive es un batido genérico y estético, que estimula con sus referencias al ojo informado. Por eso, como también pasaba con la Kill Bill – Volumen 1 de Quentin Tarantino, que el espectador termina de ver la película en estado de gracia. La diferencia, ahora sí, es que cuando en Tarantino los guiños eran puro juego lúdico y museo de conocimientos en plan parque de diversiones, el danés Refn se pone demasiado solemne para la chuchería que está contando (los cancheros que aprecian estas películas, después te desprecian un Caballo de guerra por llorona y simplona).
Hay algo también en la violencia de Drive, que si bien estaba presente en el cine anterior del director, no deja de construir lazos hacia el pasado. Albert Brooks y Ron Perlman interpretan a dos mafiosos urbanos alejados del glamour coppoliano y más cerca de cierta decadencia scorsesiana, a la vez que la irrupción de la violencia tiene ese shock gore del último Cronenberg. De hecho, hay algo en esa ambigüedad del personaje de Gosling (amante amable, violento y explosivo hombre de negocios turbios) y en la relación con lo metálico como fetiche sanguinolento (navajas, autos, cuchillos, martillos) que remedan a películas como Una historia violenta o Promesas del este. Salvo en la torpe secuencia del final, donde el montaje disruptivo impide comprender claramente qué pasa, el resto de las escenas donde la violencia aparece impactante y estéticamente, están entre lo mejor de la película por su precisa puesta en escena.
Precisamente una de las cosas que falla, tanto desde la construcción como desde la actuación, es el personaje principal. Uno entiende que ese automovilista que de día trabaja en un taller mecánico y como doble de riesgo en cine, mientras que de noche conduce a delincuentes en diversos atracos, es una referencia a cierto cine noir, donde el anti-héroe era más bien bucólico, silencioso y al que le surgían irrefrenables momentos de violencia. También, hay que decirlo, eran personajes atormentados, con vidas personales difíciles, buscando algún atajo de la vida que más que eso, es una sobrevida, una forma de afrontar el destino más de que atravesarlo. Sin embargo en Drive, ese personaje, se pasa de concepto: si de repente se vale de códigos algo banales para trabajar en el mundo del hampa (esos códigos, por ejemplo, no construyen carácter y son sólo una mera referencia), también posee una violencia que surge extemporánea y suena más a capricho de guión que a otra cosa. El contrapunto entre su hosquedad y su virulencia está mal trazado, incompleto, como sabiendo sobre qué prototipo está construyendo pero sin pasar de la superficie. Y en nada ayuda, tampoco, la actuación de Gosling, quien aquí retoma esa intensidad con la que pretende construir un personaje sin profundizar demasiado y quedándose en los rasgos más obvios, sin ser nunca complejo, a la manera de un Viggo Mortensen en, otra vez, Una historia violenta. Ni qué decir que desde lo físico, el personaje le queda grande. Su actuación es un buen resumen de lo que hay entre las intenciones y los resultados de Drive. Tal vez si la película se hubiera sostenido en la premisa de sus diez estupendos primeros minutos (el chofer, un robo, tensión, algo que sale mal), estaríamos ante un film simple, efectivo y muy emocionante. Seguramente, también, sería despreciado por aquellos que hoy lo celebran como una genialidad.