La furia y la virulencia de Dromómanos explotan en la cara del espectador desde la primera escena, cuando unos personajes marginales se pelean en plena calle por una sábana a los gritos, en medio de planos agitados y un montaje que realiza cortes velocísimos. Más cerca de Caja negra que de sus últimas películas, Luis Ortega se mete como nunca antes con un grupo de desclasados, enfermos y locos hijos de puta: la fiebre que los azota y los obliga a ponerse en movimiento se percibe tanto en las deformaciones de sus cuerpos como en la precariedad y el despojo material en el que habitan. El director de Monobloc opta por una estetización total que obtura cualquier camino que conduzca a comentarios de tipo moral o a la denuncia: como en Trash Humpers de Harmony Korinne, su película no se pretende un reflejo del mundo sino una incursión terrible en los confines de un cine sin un brújula. Sin embargo, inmerso incluso en la podredumbre más repelente, Ortega demuestra que quiere a sus criaturas, que no aspira a ser (solamente) un demiurgo cruel y sanguinario, y acaba dejando lugar para los gestos de amor y hasta para alguna que otra redención.