Caída a un mundo subterráneo y perdido
El director de Caja negra regresa a su mejor forma con una obra contrahecha, pero que desafía la capacidad de asombro.
Luis Ortega es uno de esos artistas que no ponen las cosas fáciles a la hora de pensar sus películas y Dromómanos, que le valió el premio al mejor director en la Competencia Argentina del Bafici 2012, es el ejemplo perfecto de las dificultades de semejante empresa. El primero de esos trances (una palabra que tanto remite a un problema como a un estado alterado de la percepción) surge de la idea de realidad que la película propone: un espacio en donde tanto pueden reconocerse muchos perfiles de “lo real”, pero siempre atravesados, envueltos, esfumados o saturados de formas y recursos que extrañan el relato de tal modo que hacen pensar en el concepto de universo paralelo. Pero hay realidades paralelas y realidades paralelas, y si se quisiera apelar al recurso siempre tranquilizador de encerrar dentro de una categoría a un objeto libre e inclasificable, puede decirse que aquello que construye Ortega en Dromómanos tiene menos del País de las Maravillas de Lewis, que de los fantasmagóricos y siniestros mundos lyncheanos de Imperio o Mullholland Drive.
Dromómanos comienza en la calle, en la más miserable, penosa y sórdida de las versiones que pueden tenerse de lo callejero. Gente revolviendo la basura con avidez, la misma con la que los exploradores buscaban oro en el desierto a finales del siglo XIX. Un adolescente con enanismo junto a una amiga molestan a una anciana desencajada, pidiendo con insistencia una frazada, en una esquina muy cercana al Obelisco porteño. La cámara que se zarandea en torno de la escena y un montaje apresurado crean un falso clima de desprolijidad. Pero si de algo puede presumir esta quinta película de Ortega (las anteriores son Caja negra, Monobloc, Los santos sucios y Verano maldito) es de una precisión que no necesita hacer alardes de virtuosismo. Todo lo contrario: Ortega filma de un modo tan sucio y políticamente incorrecto como es posible, tratando de alejarse de los cánones hegemónicos de belleza. No es casual que muchos de sus personajes remitan a los protagonistas de Freaks (1932), de Todd Browning, o El tambor de hojalata (1979), de Volker Schlöndorff, basada en la novela de Günter Grass. La apariencia formal de Dromómanos es la de esos protagonistas, una película cinematográficamente contrahecha, pero tan capaz como ellos de desafiar la capacidad de asombro del espectador, exigiéndole dar, en lo ético o en lo estético, siempre un paso más.
Ortega reúne una galería de personajes que habitan en los márgenes, e incluso más allá, pero no se regodea en la marginalidad (aunque es necesario decir que él mismo, como director, amenaza todo el tiempo con ir a parar también del otro lado). El niño enano y su novia, cuyas dificultades físicas no le impiden ser tan celosa como cualquiera; un joven border que reparte sus días entre el psiquiátrico y el caótico departamento de quien pareciera ser su doctor, pero que no presenta un estado mental muy diferente del supuesto paciente; una muchacha que tiene un cerdito por mascota y a quien su camino la dejará cara a cara con la mismísima muerte. Ortega parece caer antes que descender por sus propios medios, a un mundo subterráneo y perdido, para, desde ahí, ofrecer paisajes que tienen su mejor correlato en algunas de las escenas infernales creadas por pintores como El Bosco o Brueghel el Viejo. Nota bene: para quienes aún no se hayan avivado de que el final de El conjuro, la película de terror de James Wan que tiene a todo el mundo hablando maravillas, arruina un film hasta entonces muy bien construido, Ortega les regala un exorcismo que, sin intenciones de hacer terror, es uno de los más originales, inquietantes y siniestros que se hayan filmado nunca.