Martina es una protagonista acorde a los tiempos feministas que corren: dueña de su cuerpo y de su sexualidad, se mueve de acuerdo con su deseo y encara a los hombres con una iniciativa que hasta hace no mucho era patrimonio masculino. Y es, también, un personaje que lleva la marca de Che Sandoval: no se preocupa por crear empatía con el espectador.
Te creís la más linda (pero erís la más puta) (2009) y Soy mucho mejor que voh (2013), las anteriores películas de Sandoval, eran dos comedias amargas que mostraban las andanzas nocturnas de dos hombres desasosegados, ávidos de sexo, por las calles de Santiago de Chile.
Geográficamente, Dry Martina refleja la mudanza del director chileno a Buenos Aires: en esta coproducción, la historia empieza aquí y sigue del otro lado de la cordillera. El espíritu es similar: ésta también es, como él las define, una “walk movie”, con peripecias que van ocurriendo en devaneos callejeros. Como Javier y el Naza, Martina es egoísta, antipática, soberbia, narcisista. Pero tiene algo que ellos no: determinación.
“Confío en las reacciones naturales de mi concha: siempre le fui fiel a ella”. Así, a lo Negra Vernaci, habla -y actúa- Martina. Sus años de gloria como cantante le quedaron tan lejos como los días en los que gozaba en la cama. Hasta que aparece un chileno que le devuelve el goce y allá va, tras sus pasos. Quizá desde su debut en Garage Olimpo, hace casi veinte años, que Antonella Costa no tenía semejante oportunidad de lucimiento, y la aprovecha en cuerpo y alma.
Quedó dicho: difícil identificarse con Martina, pero el desparpajo del cine de Sandoval salta las barreras que rodean a sus criaturas y nos sumerge de cualquier modo en sus aventuras.
Quizás aquí abuse un poco del juego de las diferencias entre Argentina y Chile a nivel idiomático, y también haya momentos en que, a fuerza de repeticiones, el ritmo decaiga un poco. Pero la película respira una vitalidad que la hace imprevisible; un milagro o una maldición pueden estar esperando a Martina a la vuelta de cada esquina.