Cuerpos, gestos y palabras
Uno, dos, tres, muchos más Ches se necesitarían para sacudir el pacato árbol del cine argentino, siempre tan ocupado de sensatez y sentimientos, como si el mundo físico no existiera o fuera cosa de negros, no de la clase media que lo produce y lo consume.
Después de haber dejado un concierto por la mitad, la cantante pop Martina sale a la puerta de su casa a atender a una fan. Tienen una pequeña discusión y Martina le da un cachetazo. La chica responde con otro. Martina la agarra de los pelos y empiezan a pelearse. El del jovencísimo Che Sandoval (Santiago de Chile, 1985) es un cine físico, aunque sea más que nada puro diálogo. Los personajes de Sandoval hablan mucho, pero de cosas concretas, primarias incluso. Físicas, las más de las veces. Cómo les va con el otro sexo, si el otro u otra quiere coger, si el otro u otra está cogiendo con el amigo de una o uno, si el otro aceptaría recibir una trompada a cambio de una paga, si el otro no se levantaría el pantalón porque se le ve la raya del culo y queda feo. A los personajes de Sandoval, coger les cuesta más que hablar de coger. A los varones, sobre todo. Uno de los protagonistas de su ópera prima, Te creí la más linda (pero erís la más puta) (2008) sufre de eyaculación precoz. El de su segunda película, Yo soy mucho mejor que voh (2013), de odio por el otro sexo. En Dry Martina –primera película argentina de este chileno que vive un poco acá y otro poco allá–, el de Antonella Costa sufre de sequedad vaginal. De allí el título, genial, porque encima dialoga con el chilenismo “seco”, que quiere decir justamente eso. Genial, o cool, o buenísimo.
Uno, dos, tres, muchos más Ches se necesitarían para sacudir el pacato árbol del cine argentino, siempre tan ocupado de sensatez y sentimientos, como si el mundo físico no existiera o fuera cosa de negros, no de la clase media que lo produce y lo consume. En Dry Martina se coge mucho, tal vez como forma de compensar lo poco que se coge en el cine de acogida (con perdón por el juego de palabras) del autor. Se coge y se habla mucho, como dijimos. Sandoval tiene dos cualidades que lo convierten en un dotado para los diálogos. Una es su timing, digno de maestros de la velocidad como Howard Hawks y Preston Sturges. Otra, un oído privilegiado para el habla coloquial, que arma, en las dos películas previas, una suerte de Diccionario Oral de Chilenismos Contemporáneos. Pero no hay en Sandoval una voluntad mimética, como sucede en el costumbrismo, sino que parece guiarse por el puro placer auditivo para con el habla de sus vecinos.
“Boludo, no tenés sh”, le dice la argentina Martina al chileno César (Pedro Campos), después de que éste la invita a comer suchi. El de Martina por César, a quien le lleva casi veinte añitos, es deseo a primera vista, y Antonella Costa sabe transmitirlo bien. Cuando lo conoce, César es la pareja de Francisca (Geraldine Neary), aquella admiradora, también chilena, que dice ser su hermana. De Martina. Hijas del mismo padre, que la habría tenido con su mamá. Van a reencontrarse ella y Martina, aunque en ese primer encuentro ésta la echa de su casa. “Andá, andá. Rajá de acá.” La presencia olímpica de Antonella Costa, como de diva de Hollywood de las de antes, contrasta muy bien con la de Francisca, que en esa escena se comporta como fan apichonada. Pero va a tener ocasión de brillar (todas las criaturas sandovalianas la tienen, las chicas sobre todo) cuando se reencuentren en Chile, en la segunda parte de la película, y Francisca la lleve de aquí para allá, a puro porro y junto a su amante circunstancial, un morocho yanqui que habla en chileno. Más que de personajes, el cine de Sandoval es de cuerpos, gestos y palabras. “Soy suicida”, avisa Francisca, de la nada. ¿Hay que tomarla en serio? Como sucede a veces en la vida, no hay manera de saber.
Un deseo incontenible, el de Martina por César, le devuelve la humedad a toda orquesta. En cuanto lo conoce ya lo está mirando con ganas, mientras acaricia a su gata como si fuera otra cosa. Como no tiene forma de ubicarlo, a la mañana siguiente está en la embajada chilena, dispuesta a revisar los registros de todos los trasandinos que ingresaron al país en las últimas semanas. “Están todos en el estadio”, le dice un empleado de la embajada, y de inmediato Martina merodea el Monumental, entre espectadores con remeras rojas, buscando al flaco que le hizo acariciar el gato. Con una lucida fotografía de Benjamín Echazarreta, que presenta noches de tonos saturados y días luminosos, y una banda de sonido característicamente atractiva, Dry Martina es una película de look más profesional que las superindies películas previas. También su estructura suena más calculada, menos espontánea: Te creí… y Soy mucho mejor que voh estaban signadas por la deriva callejera de los personajes, aunque en la segunda ya aparecían indicios de cálculo. Aquí importan menos, finalmente, la cuestión de la hermandad, el encuentro con el posible padre (Patricio Contreras) y hasta la construcción de los personajes, que el fluir y la impronta peculiarísima de las criaturas. Fluir, en sentido narrativo y fisiológico, claro.