Si Melody hizo de la clásica oposición entre romanticismo adolescente y represión del mundo adulto un paradigma tan naïf como perdurable, el nuevo opus del director de Chicos ricos va en esa misma dirección pero con una loable impronta provinciana.
En los años ’70, en sintonía con el espíritu de rebeldía de la época, Melody hizo de la clásica oposición entre romanticismo adolescente y represión del mundo adulto un paradigma tan naïf como perdurable. Tanto, que de allí en más se hizo difícil leer hasta las obras de autores con marca registrada (ver si no el caso de Wes Anderson y su reciente y memorable Moonrise Kingdom) si no es en referencia a ella. Algo semejante sucede con Dulce de leche, nuevo opus del prolífico y mudable Mariano Galperin, capaz de pasar del nadismo cool de 1000 boomerangs (1994) a la provocación de Chicos ricos (2000) o El delantal de Lili (2004), de allí al sobrio minimalismo de Futuro perfecto (2008) y, ahora, a lo que podría denominarse neomelodysmo litoraleño tardío. A pesar de lo que lo abstruso de la definición podría hacer sospechar, Dulce de leche es un film loable, por razones que enseguida se verán.
Para que una fábula sobre amores adolescentes funcione es necesario creer en ella. Para creer en ella hay que ponerse en el lugar de los enamorados. Eso es lo que hace Galperin en Dulce de leche. Ubicada en algún paraje indeterminado del litoral argentino (¿o será la zona pampeana?), hasta tal punto se identifica el film con los protagonistas que el propio paisaje, la meteorología, el entorno, parecen producidos por sus estados de ánimo. Como la tradición romántica indica, por otra parte. Un gran espacio abierto, el pleno sol de la media tarde, campo, árboles y un río expresan, en el plano de apertura, la amistad de Luis (excelente Camilo Cuello Vitale) y Pedro (Marcos Rauch). Amistad que parecería tener todo el futuro por delante. Más tarde habrá un encuentro en un campo de girasoles, el amor en medio de una tormenta, paseos en moto con viento en contra, fugas amorosas a casas okupadas, el escape final en un destartalado Renault Gordini. ¿Todo eso, entre Luis y Pedro? No, Dulce de leche no apuesta a la provocación sino al naïf absoluto: la historia de amor es entre Luis y Ana.
Ana es Ailín Salas, la mejor elección posible para un amor a primera vista. Y eso es lo que sienten, claro, Luis y Pedro cuando la conocen: la primera amistad se termina cuando llega el primer amor. Dos grandes momentos de Dulce de leche, ambos con la magnética Salas como musa. Su primera aparición es a través de los ojos de Luis, que la ve justo cuando le están sacando una foto: corte y brusco primer plano de Ailín, iluminada por la luz del flash. Todo un flash para Luis. El otro momento es casi porno, con Ana hundiendo su dedo índice en un tarro de dulce de leche y dándoselo de chupar a Luis. Que esa sea la escena más gráfica de Dulce de leche en términos sexuales confirma la alianza de Galperin con sus protagonistas. Que hacen el amor, sí, pero a escondidas: la cámara respeta su pudor. Por el mismo motivo, todos los clichés románticos mencionados más arriba (los girasoles, el abrazo a la carrera, el amor en la tormenta) no son clichés, sino románticos.
¿Cómo se vive si no el primer amor? ¿Que ya no se vive así, a esta altura del siglo XXI? Depende dónde. Tal vez no en la ciudad, pero Dulce de leche transcurre en el campo. En el mismo sentido debe leerse la “subversión” de intoxicar a la directora de la escuela (Vivi Tellas) con unos honguitos que la hacen decir huevadas: desde una mirada adulta, la escena puede parecer una pavada. Pero no es una mirada adulta la que la ve. De la luminosidad (una luminosidad que es no sólo visual y emocional sino musical, gracias a los servicios de Fabián Picciano) se pasa al enrarecimiento, cuando la guerra entre libertad adolescente y mundo adulto queda declarada. ¿Una guerra maniquea, demodé quizás?
También en ese punto convendría ir más allá del porteñocentrismo, y pensar si es tan inconcebible que en un pueblo chico se denuncie a un par de alumnos porque están llevando una vida semimarital, o que se los expulse si intoxican con hongos a la directora. O que sus padres (Luis Ziembrowski y Paula Ituriza de un lado, Florencia Raggi y Martín Pavlovsky del otro) quieran separarlos para siempre. Algo más inconcebible es la posibilidad de la fuga. Pero Dulce de leche no aspira al realismo sino a la fábula, el cuento de hadas adolescente. Como Melody.