Acercarse a una propuesta de cine nacional es una navaja de doble filo; podemos encontrar las películas que no llaman la atención pero que el boca a boca las hace funcionar y generan un movimiento importante de espectadores, pero también aquellas entre las que se cuenta Dulce de Leche, una clase de producciones con ínfimo presupuesto y de historia minimalista al extremo, que no produce absolutamente nada en quien la ve.
Si nos fijamos con detenimiento en el argumento que presenta, no es muy diferente a la trágica historia de amor que se viene interpretando desde Romeo y Julieta: dos enamorados que luchan frente a las adversidades de la vida cotidiana. El director Mariano Galperin podrá ponerle un poco de chispa con diferentes escenas bien costumbristas, representativas de los pueblos del interior de Buenos Aires, pero ahí se termina el aspecto innovador de la misma. Los conflictos con los que se ve enfrentada la dulce pareja atrasan y se sienten vacíos, carentes de importancia; incluso hasta las facciones de amigos tanto de él como de ella no tienen un peso fluctuante en el desarrollo, al contrario, pasan mas tiempo como amigos que como enemigos de ellos.
Lo que es más importante, Dulce de Leche aburre. Acusa 80 minutos de metraje, pero realmente pesa. Ni siquiera el carisma de los jóvenes puede subsanar los hoyos de una trama repetitiva y esquemática, que no sabe para adonde apuntar. Camilo Cuello Vitale le aporta sentimiento y picardía a su enamoradizo personaje, mientras que la hermosa sonrisa de Ailín Salas se queda en eso, una cara bonita que poco y nada de dinamismo tiene que ofrecer al dúo. El elenco secundario sostiene bastante a los protagonistas, con una Florencia Raggi amable e histriónica y un Luis Ziembrowski parco y en forma, pero no mucho más se puede sacar en concreto del elenco.
Dulce de Leche es cine argentino que atrasa. En vez de arriesgarse con una propuesta interesante, Galperin y compañía juegan sobre terreno seguro y fallan miserablemente. Que sirva como lección para la próxima.