El corazón es un cazador solitario.
La película de Laura Linares se despliega marcada por el dejo de una angustia terrosa, tenuemente desconsolada. En una zona pobre de Bariloche una chica mantiene una relación epistolar con un muchacho que está preso. La primera secuencia encuentra a Valeria preparando a su niño para ir a visitarlo a la cárcel. Sin el menor rastro de afectación, animada por una pasión oblicua, un resto de misericordia que repta por los planos ajustados, de una consistencia apabullante en su desnudez, Dulce espera se desgaja en un clima simétrico de ausencia y empatía. La directora sabe mantener con sus criaturas y sus respectivas vicisitudes una distancia pulsada en un credo de incertidumbre: si es cierto que el cine verdadero mira el mundo, este debe a su vez revelarse como una sustancia insumisa, un teatro de figuras sinuosas a las que un breve relumbrón alcanza apenas, si hay suerte, a dotar de un carácter más o menos discernible.
La película renuncia desde el vamos a todo didactismo y se niega, consecuentemente, a proponerse a sí misma como discurso de autoridad. En cambio, decide adoptar el cariz de una plegaria incompleta, comprometida a fondo con su tema pero acosada por el fantasma de la propia insuficiencia. La directora observa esas vidas desarrapadas como si fueran el sustrato de una injusticia cósmica: las caras resplandecientes de los turistas que transitan frente a los escaparates del centro de Bariloche, donde se ofrecen chocolates y otras mercaderías típicas, parecen destinadas a no cruzarse nunca con las caras oscuras, malogradas por la desilusión y la diaria amargura de los protagonistas de la película. Para Dulce espera el mundo se sostiene en la impostura de esa desconexión. Ojos que no se cruzan, universos que se ignoran entre sí pero que se enhebran en el laberinto de una trama subterránea. La prosperidad tiene en la otra punta, como complemento ineludible, una costra latente de miseria y desamparo. Eludiendo cualquier forma del panfleto, pero también todo entusiasmo y optimismo acerca de un sistema falsamente reconciliado en su desigualdad, Linares elige su bando y se aproxima a sus personajes sin ceder un ápice a la conmiseración ni a la épica, estos tienen nada menos que una intensidad humana, la indomable dignidad que subsiste más allá de la geografía de todo discurso, de todo olvido o requiebre.
Es verdad que la película musicaliza un poco inoportunamente alguna secuencia –que dispone con un aire demasiado cercano al lenguaje del videoclip–, pero básicamente mantiene su tempo dramático como un prodigio de concisión y compromiso, acorde con la pausada aridez de su tema. Linares no desciende jamás a la tentación de alardes estéticos de ninguna clase y sin embargo, la trasparencia espartana de Dulce espera no desdeña la presencia de un foco discreto de misterio, casi como un modo de establecer la terrible inasequibilidad póstuma de lo que está de aquel lado de la lente.
Es que la película no ofrece indicaciones de cómo deben leerse esas escenas en las que las mujeres se entretienen en fugaces emprendimientos domésticos o en las que el blanco de la soledad se llena provisoriamente con charlas o con simple resignación: “Lo de nosotras es pura carta”, le comenta Valeria a una amiga, armada con una media sonrisa que brota como un relámpago ante su propia ocurrencia, para definir el vacío físico de la relación amorosa que solo acierta a cubrirse con palabras que viajan de ida y vuelta, garrapateadas en hojas de cuaderno. El amor es un lujo que no se resigna. La madre del chico preso, en tanto, le saca fuerzas como puede a un dios que parece empecinarse en el ejercicio de un silencio regio. A su manera, las dos mujeres persisten en la caza impenitente de lazos de afecto capaces de ofrecer amparo a la dureza de sus días.
En los momentos de mayor intimidad la película sostiene sus planos con una distancia que no termina de impugnar la certeza de una implacabilidad secreta, atonal: distancia, acá, no significa frialdad ni desapego sino un modo de evocar el carácter genuinamente singular de una experiencia, de postular, contra todo pronóstico, su naturaleza extraordinaria y en última instancia intransferible. La directora pulveriza toda sospecha de asepsia al tiempo que reniega con firmeza del menor atisbo de epifanía. Su película prefiere inclinarse por un tiempo justo que resulta ser el de la observación empática pero ligeramente desilusionada, como si la lucidez se resguardara mediante un obstinado resto de desencanto.