El reverso de la postal de Bariloche
Más de un guionista de Hollywood se hubiera relamido con una historia que incluye cárcel, pobreza, larga y dramática separación amorosa, fe evangélica y recaída en el delito. Pero Linares la narra, en cambio, con lacónica, precisa sequedad.
“La libertad es fiebre, es ocasión/fastidio y buena suerte”, dice el graffiti que pintó algún poeta anónimo, sobre el muro de la cárcel rionegrina en la que Lucas Jaime Torre cumple una segunda condena por robo. Para su mujer, la dulce espera del título tiene doble sentido. Al mismo tiempo que la libertad de su pareja, Valeria aguarda el nacimiento de su primer hijo. Más de un guionista de Hollywood se hubiera relamido con una historia que incluye cárcel, pobreza, larga y dramática separación amorosa, fe evangélica y recaída en el delito. La marplatense Laura Linares la narra, en cambio, con lacónica sequedad, la falta de acentuación que la realidad impone. Lo cual no quiere decir, por cierto, que la realizadora no filme Dulce espera como ficción. Lo anuncian las primeras imágenes, sobre las que se inscriben los nombres de los protagonistas –como los de los actores de un film argumental–, y lo confirma el claro seguimiento de un hilo narrativo. Lo que nunca podría ser de ficción son los rostros, los gestos, el habla de esos “actores”, robados a un orden que es inconfundiblemente el de lo real.
“Siempre fui consciente de que había gente de otra parte de Bariloche que la estaba pasando muy mal”, decía Linares en la entrevista publicada el miércoles en Página/12. Criada desde los tres años en la ciudad que para la clase media argentina es una postal del paraíso, la realizadora muestra una Bariloche que es antípoda de la del culopatín, el chocolate en rama y los tours de egresados. “La vida de nosotros es pura caca, nomás”, le suelta Valeria a la hermana, que con un bebé en brazos y un marido en prisión parece ella misma en el futuro. Ateniéndose al más estricto modelo observacional, Linares practica un doble movimiento en relación con lo real. Por un lado filma sólo lo que ve, lo que ocurre ante cámara, con los tiempos de espera y de vacío propios de gente a la que no le sobra el trabajo. Por otro, organiza los hechos como relato. Hasta el punto de comenzar la historia por el final, narrando de allí en más lo sucedido en los dos años que llevan hasta el momento en que Valeria va a buscar a Lucas a la comisaría, con Angel Ezequiel en brazos. Poco antes del final, Dulce espera incluye una dramática vuelta de tuerca, algo tal vez iné-dito en un film documental.
Alrededor de sus tres protagonistas, Dulce espera delinea ámbitos dramáticos que determinan sendos ejes narrativos. A la espera de Valeria y las visitas “íntimas” que hace a Lucas se le suman los días de éste en prisión y las visitas de la madre, practicante Pentecostal que busca el arrepentimiento del hijo ante Dios. En una escena memorable, Lucas comienza aceptando esa idea pero termina defendiendo la opción del robo, al que confronta con la perspectiva social del trabajo mal pago. “¡Basta de hablarme de Dios!”, reacciona de pronto ante la madre. “¡Dios no está acá! ¿Dónde lo ves?”, marca con la mano los límites de la celda. A su turno, Linares encuadra la habitación de Valeria como si se tratara de otra celda, tal vez tan hermética como la de Lucas. En dos o tres imágenes demoledoras, contrapone esa Bariloche con la de la postal oficial: el paseo turístico, las chocolaterías, la reina de estación, la Fiesta Nacional de la Nieve.
En los televisores, los carteles gigantes de Crónica TV, la tipografía tamaño escándalo, la crónica roja parecen esperar de Lucas que vuelva a prisión. “Rusty Freedom G”, dice la inscripción en su remera, cuando el pibe con cara de bueno sale finalmente de la tumba. Tal vez sospeche, en el fondo, que de donde se sale se puede volver a entrar. Mientras tanto, Valeria deposita toda su fe en uno de esos cursos Avon, que si algo venden es la vieja ilusión protestante de que todo esfuerzo tiene su recompensa; todo pecado, su castigo.