Dulce espera nos relata dos años en la vida de Valeria Quiñelén, una chica que vive en los márgenes de Bariloche, y que queda embarazada de su novio, quien está preso por robo. La propuesta de Linares es jugar con los límites entre el documental (los personajes viven realmente las situaciones relatadas: un hijo preso, una madre evangelista, una novia embarazada) y la ficción (uso de elementos narrativos como un flashback).
Ahora bien, el problema de Linares en esta hibridación, es que su marca como narradora queda virtualmente borrada. Y es precisamente esta decisión lo que más molesta del film.
En primer lugar porque todos los trabajos que se están desarrollando sobre documental y ficción ponen el énfasis en que ambos son una construcción y por lo tanto esa huella narrativa del director debería cobrar importancia, y no al revés.
En segundo lugar, por la temática tratada: la intención de mostrar a una familia marginal en una ciudad que generalmente se asocia al turismo y a un paisaje natural de ensueño, no es inocente. Y si no es casual, y está pensada como una crítica – como algunos planos de las familias de clase media “yendo de shopping” lo sugieren- entonces irrita aún más esa otra intención de que parezca como que la película “se cuenta sola”, que no hay una cámara puesta en allí en la intimidad de la vida de Quiñelén, mientras se baña, mientras se cambia, mientras habla con las amigas y el novio.
Laura Linares elige lo menos atractivo de la ficción –el ocultamiento del dispositivo- y lo fusiona con la visión menos atractiva de lo que un documental pretende ser – una mostración de lo Real. Y en ese acto pierde sinceridad.