Nos encontramos ante la versión australiana de un western. Ambientado en 1929, el film se centra en un conflicto local, aunque global en términos políticos: las consecuencias sociales del imperialismo. Como ya se sabe, Australia fue conquistada con la espada y con la cruz, al igual que Nuestra América, a fines del siglo XVIII por el imperio británico, y como en todas las conquistas, fue condición necesaria el sometimiento de la población aborigen a manos del hombre blanco. Hacia mediados del siglo XX logran su independencia, pero ya con la población diezmada, y con serios problemas de segregacionismo, incluso para los hijos mestizos. El film nos sitúa en el período entre guerras, al borde de la independencia, aunque aún con fuertes conflictos sociales y de explotación. En este contexto, el hilo conductor de la película son los hechos (basados en una historia real) que suceden al asesinato de Harry March (Ewen Leslie), un blanco trastornado luego de su participación en la Primera Guerra Mundial, quien está recién llegado para hacerse cargo de una “estación”. El asesino es Sam Kelly (Hamilton Morris), un hombre negro aborigen quien vive con su esposa en el territorio de Fred Smith (Sam Neill), un ferviente devoto cristiano que cree que todos los hombres son libres e iguales. El matrimonio debe escapar tras este asesinato en defensa propia ya que son perseguidos por el Sargento Fletcher (Bryan Brown), el “sheriff” local. La película de Warwick Thornton construye de manera muy maniquea a sus personajes, y contiene un fuerte mensaje evangelizador, dado que los hombres blancos “buenos” (el juez Taylor -Matt Day- y Fred Smith) son casualmente los que se rigen por los preceptos de la Iglesia cristiana, mientras que los malos son aquellos que viven en el pecado y la amoralidad (beben, mantienen relaciones sexuales extramaritales, tienen hijos no reconocidos, y sojuzgan a los nativos). Como si esto no fuera poco, los marcados planos generales de la naturaleza vienen a insistir en esta relación metafísica del hombre con su alma. Es decir, que aunque hay un intento de revisionismo sobre la violencia ejercida en el proceso de conquista imperialista, no sólo no se critica sino que se reafirma el lugar que ocupó la Iglesia en la misma. Aún más, el personaje de Sam y de su esposa, eligen creer en este Dios que predica su “jefe”. Los únicos elementos que se pueden rescatar del film son los inserts de flashfordwards que adelantan el destino, generalmente violento, de los personajes, y que proponen algún tipo de desafío estético e intelectual al espectador.
La pelicula italiana “Amori che non sanno stare al mondo” de Francesca Comencini es una interesante mirada sobre la mujer de mediana edad en nuestras sociedades contemporáneas. A diferencia de las visiones edulcoradas que podría proponer (y de hecho propone) Hollywood sobre el amor después de los cuarenta años, este film se centra en la permanente sensación de agonía que sufre su protagonista, Claudia (interpretada por Lucia Mascino) en su relación con Flavio (Thomas Trabacchi). - Publicidad - El relato comienza con el fin de la relación (no es spoiler) y va reconstruyendo los altibajos de la pareja, desde que se conocen, hasta que conviven y finalmente se separan 7 años más tarde. No es un film que sea una obra maestra, hay que decirlo, pero tiene algunos puntos destacables que lo convierten en un producto más interesante que los propuestos por el mainstream: en primer lugar, el contrapunto en determinados momentos entre la acción y la voz en off de los protagonistas, exponiendo sus pensamientos. En segundo lugar, y es lo que se lleva las palmas, la introducción de la noción de heterocapitalismo promulgada por Paul Preciado en su obra Testo Yonki, en una escena genial filmada en blanco y negro, donde une profesore transgénero (guiño a le propie Paul, quien antes fuera Beatriz) expone su teoría. Allí manifiesta que las relaciones sexuales no quedan exentas de la lógica mercantil del capitalismo, y que las mujeres (como en casi todas las cosas de este mundo patriarcal) quedamos en situación desventajosa, teniéndole que sumar a nuestra edad biológica 15 años. Es decir que las mujeres heterosexuales a la mitad de nuestras vidas ya estamos fuera del “mercado” como posibles amantes. Esto cambia en las relaciones lesbianas, donde la edad está más equilibrada, dato que funciona como el puntapié que hace que la protagonista finalmente acceda a salir con una ex alumna. Dicho así, parecería una elección completamente snob, pero en realidad lo que el film plantea es la necesidad de Claudia de sentirse amada, lejos de esa sensación de vértigo que le produce el hombre al que ama, quien obviamente sale con una mujer más joven. En síntesis, el film es una falsa comedia romántica, que muestra el choque entre la idea de amor romántico que nos “vende” el capitalismo (de allí los insert de los bailes de la década del ’40) con la realidad del amor cotidiano. Qué pasa cuando la mujer sabe lo que quiere y piensa, y lo defiende: el amor no sabe cómo estar en este mundo.
El film de Annemarie Jacir es, como tantos de los fims más interesantes de los últimos tiempos, una historia mínima que tiene resonancias tanto a nivel universal – las relaciones intergeneracionales entre padres e hijos – como a nivel local – las consecuencias de una Palestina desangrada desde hace siglos por luchas religiosas, étnicas, políticas. Shadi (Saleh Bakri), un joven que reside en Italia, vuelve a su Nazareth natal para honrar su “wajib” – título original del film-, la obligación de impartir puerta a puerta las invitaciones para la boda de su hermana Amal (Maria Zreik) junto a su padre Abu Shadi (Mohammed Bakri). En una suerte de road movie, padre e hijo recorren la ciudad en auto y los espectadores vamos descubriendo a partir de fragmentos de diálogos tanto la historia familiar como del país, ya que son cosas inseparables. A pesar de varios lugares comunes en los que el film queda atrapado, hay algunos elementos por demás interesantes. El hecho de que el personaje principal sea arquitecto en una de las ciudades más antiguas del mundo, y a la vez, más deterioradas, es algo que utiliza la directora de manera muy inteligente, poniendo la cámara como testigo de las múltiples miradas que se tienen sobre ese paisaje. Otra cuestión sobre la cual el espectador puede profundizar es la mención constante acerca de la muerte que sobrevuela todo el film: sin hablar abiertamente de los conflictos armados, hay una insistencia sobre este tópico desde la primer escena en la que el padre está escuchando las necrológicas por la radio, hasta la última escena en la que hablan de la muerte de un conocido. Pero quizás lo más importante del film es el tema universal de las distancias generacionales (en este caso materializadas en una distancia geográfica), y la aparente imposibilidad de ponerse padres e hijos en la piel del otro. Con todo, es un film que podría ser completamente oscuro, y sin embargo, pese a la densidad de los temas abordados, encuentra momentos de risa, de complicidad, y de amor. Si bien muchos críticos fue precisamente esto lo que denostaron del film, me parece que hablar desde un lugar de luminosidad acerca de un territorio tan castigado a lo largo del tiempo, es una bocanada de aire fresco.
En tiempos de empoderamiento de las mujeres, al grito de #niunamenos o el cinematográfico #timesup, films como el de Bill Holderman sólo refuerzan el lugar que el patriarcado destina para nosotras. - Publicidad - Cuatro amigas de sesenta años, juntas desde la juventud, se reúnen todas las semanas en su club de lectura. Hasta ahí bien, se evidencia la sororidad. Pero los libros que “analizan” es la trilogía de E. L. James de Cincuenta sombras de Gray, donde una joven inexperta sexualmente, debuta y se enamora de un “sadomasquista” millonario (versión edulcorada si las hay de esta práctica sexual, versión moderna de Cenicienta al fin y al cabo). Las similitudes entre esta joven y las cuatro protagonistas: son profesionales (bueno, casi todas, la narradora del film es ama de casa) pero lo que las define es su estado civil. Una casada (Mary Steenburger), una soltera (Jane Fonda), una divorciada (Candice Bergen) y una viuda (Diane Keaton): como si la relación con los hombres fuera algo constitutivo y determinante en sus condiciones de mujer. Ni hablemos de que el cine mainstream problematice sobre la sociedad de consumo (todas son ricas, viven en casas imponentes, se la pasan de compras) ni de las familias heteronormativas (sólo aparecen tres figuras de hijos: un hombre a punto de casarse, una joven que es madre y otra que está embarazada). No se le puede pedir peras al olmo, el cine clásico es normativo. Pero francamente molesta el falso progresismo, en el que las mujeres protagonistas son capaces de llegar a juezas o empresarias, pero el relato mantiene el rol que el patriarcado nos asigna: la obligación primera es siempre para con la familia, la belleza física es primordial y, sin importar nuestras capacidades, somos seres emocionales por naturaleza. Una cosa queda clara: por algo las protagonistas son mujeres de 60 años. Ninguna mujer que se sepa joven, por edad o por espíritu generacional, puede seguir tolerando este tipo de cine.
00La última película de Guillermo del Toro cumple con todas las expectativas que sus seguidores teníamos, presentando nuevamente la tensión entre el realismo y la fantasía que caracteriza a su autoría. La trama es acerca de una joven “princesa sin voz” quien se encuentra en el lugar donde trabaja como personal de limpieza con un ser anfibio-humanoide, con el cual conecta como con ninguna otra persona de su entorno. Este ser mitad hombre, mitad pez es torturado por el gobierno norteamericano para saber si puede ser usado de alguna manera contra los soviéticos. Y es que la película se sitúa en los años ’60, en pleno contexto de la Guerra Fría, como bien lo indican algunos elementos (la sustitución de las imágenes pintadas por la fotografía en las publicidades, el Cadillac como epítome de la sociedad de consumo, la televisión en cada hogar) Como hiciera con El laberinto del Fauno, el contexto histórico de una guerra es fundamental para construir un relato realista, en el que irrumpe un elemento fantástico. Del Toro propone fábulas, y por lo tanto, los personajes deben ser maniqueos: malos porque sí, por ansias personales, por poder, pero fundamentalmente porque tienen un alma oscura, y por lo tanto persiguen a cualquier personaje que aporte luz. Son estos personajes luminosos quienes no tienen cabida en el realismo, quienes aparecen como solitarios, desconectados de su entorno. En muchos casos son huérfanos, como aquí el personaje de Elisa, interpretado por Sally Hawkins. El mundo fantástico aparece no tanto como una vía de escape de la realidad, sino como la posibilidad de que existe otro mundo distinto, al cual verdaderamente pertenecen. Así, en el universo Del Toro, hay varios guiños a la dimensión mítica: el personaje de la Sirenita de los hermanos Andersen resuena con fuerza, también el hombre-pez sospechosamente se parece al mejor amigo de Hellboy, Abraham “Abe” Sapien, y se dice de él que era adorado en Sudamérica como una divinidad. El cine que se encuentra bajo la casa de Elisa se llama Orpheum, como el dios del sueño griego. No sólo el agua es un elemento central (que ya se encuentra en otros filmes: El espinazo del diablo, El orfanato) sino que aquí la comida es algo que usan los personajes para agradar, y de allí que surja el nombre de Tántalo: Giles (Richard Jenkins) compra pasteles porque está enamorado del chico que atiende el bar, Elisa hierve huevos con los que alimenta a su enamorado. Pero lo más importante de la dimensión mítica es su carácter atemporal: cuando el mundo realista indefectiblemente termina en tragedia, el mundo fantástico propone una irrupción de esa línea temporal lógica que supone la muerte. El mito existe en un no-tiempo, y también en un no-lugar (no es casual que el film se llame la forma del agua, cuando su característica central es ser informe). En ese limbo que propone la fantasía, es que existe la felicidad que los héroes del relato no pueden encontrar en la realidad.
El universo Marvel, que ahora entra en la órbita de la cada vez más oligopólica Disney, sigue adelante con la presentación de sus personajes de cómic. Esta vez es el turno de Pantera Negra, el primer protagonista negro de las sagas, líder africano de la ficticia Wakanda, quien debe defender a su patria no tanto de enemigos extranjeros como internos. Como dato curioso, el término fue acuñado el mismo año que el partido político estadounidense del mismo nombre (los Black Panters) pero unos meses antes. - Publicidad - Aunque ya sabemos cómo funciona la maquinaria del cine norteamericano, proponiendo productos altamente entretenidos pero con un fuerte componente normativo que el espectador absorve casi sin darse cuenta, siempre es interesante tratar de poner en evidencia esos mecanismos de penetración cultural. En Pantera Negra nos encontramos con un caso arquetípico del héroe (hombre heterosexual, viril, inteligente, forzudo) quien debe superar una serie de pruebas para convertirse en el líder por derecho propio. Muerto el rey anterior -su padre T’Chaka-, el joven T’Challa (Chadwick Boseman) asume la responsabilidad del trono. Y por supuesto que es precisamente en este momento que la estabilidad del reino peligra, y él debe salvar la situación. Como todo héroe, debe defender el Bien, debatiéndose entre seguir al tradición de sus ancestros, o proponer cambios para solucionar una crisis causada por un elemento del pasado que impacta en el futuro. Para que el relato funcione, la crisis de este mundo ficticio debe tener resonancias con nuestra realidad: se trata de un tema de poder político y económico. Wakanda tiene acceso a un mineral – el vibranium- que le permite ser una potencia en tecnología, aunque ellos lo ocultan a los ojos del mundo. Cuando algunos antihéroes lo descubren, lógicamente quieren robarlo para darle otros usos (armas principalmente). En este sentido, Pantera Negra cumple con uno de los grandes objetivos del cine posmoderno: el mensaje de que el curso actual del mundo nos llevará a la autodestrucción y de que un cambio donde se recuperen los valores humanos por sobre los económicos individualistas es necesario, impacta con más fuerza en el espectador que las acciones que la política en el mundo real puedan lograr. El cine hace tomar más conciencia a los consumidores que las acciones reales. Pero, paradójicamente, quien transmite este mensaje es una gran maquinaria económica sostenida por un país imperialista.
Es casi imposible hablar de esta película sin analizar la carrera su directora, Kathryn Bigelow, única mujer en recibir un Oscar en el rubro dirección. Evidentemente en Hollywood todavía se está a años luz de la igualdad de género, y Bigelow tuvo que hacer un recorrido muy particular para lograr este máximo galardón. Sus películas más celebradas en los años noventa fueron las hoy de culto Point Break (Punto límite, 1991) y Strange days (Días extraños, 1995). La primera casi no necesita introducción, siendo recordada por la dupla de Keanu Reeves y Patrick Swayze. Es un film de acción de pura cepa, que cumple con todos los requisitos del género y que en su momento tenía una escena que llamaba la atención, aquella de persecución por la calle y pasillos entre casas de playa, filmada a mano, en un plano secuencia realmente meritorio. La segunda, producida y montada por su entonces pareja, el flamante James Cameron, es una historia de ciencia ficción acerca de unos asesinatos en el marco del fin del milenio (1999), donde la cámara en mano se usaba para dar cuenta de una hiperrealidad virtual: los personajes accedían a una tecnología que les permitía experimentar como propios los recuerdos y sensaciones grabados por otros. Es decir que de estos dos filmes de los noventa encontramos, en primer lugar, una vocación muy clara por abordar temáticas y géneros que eran de manera casi exclusiva imperio de la masculinidad, y en segundo lugar, que hay una clara marca de autor en el uso de la cámara en mano para generar un impacto realista dentro del universo ficcional. Estos dos elementos son los que le valieron el Oscar por el film The Hurt Locker (Vivir al límite, 2008), donde se relata el día a día de una brigada estadounidense que evita la detonación de artefactos explosivos durante la Guerra de Irak. Similar camino siguió Zero Dark Thirty (La hora más oscura, 2012), que cuenta la misión de las fuerzas de operaciones especiales para capturar o matar a Osama bin Laden. Al igual que Detroit, estos dos filmes fueron guionados y producidos por Mark Boal, quien evidentemente le proporcionó las historias ideales para seguir profundizando en estos universos que eran relatados en exclusiva por hombres y en los cuales se pone en crisis la separación entre ficción y realidad, ya que la referencia histórica es esencial. En el caso particular de Detroit, se narran los verídicos sucesos acontecidos en esa ciudad hace 50 años, que derivaron en el abuso de las fuerzas de seguridad frente a un grupo de jóvenes afroamericanos mientras estaban en el hotel Algiers durante el estado de sitio a causa de los disturbios raciales. La tortura a la que son sometidos genera un clima claustrofóbico, reforzado por el uso de los planos cerrados y la cámara en mano. Parecería ser que Bigelow tenía estas ideas en germen ya desde sus film más pasatistas (los protagonistas eran o bien un policía renegado, o bien uno que termina renegando de las fuerzas de seguridad), pero en estos últimos tres realizados con Boal, los ha llevado al plano cuasi documental. Las escenas de acción potentes no son un mero entretenimiento sino que apelan a tocar una fibra sensible en el espectador: al evidenciar dentro de la ficción las acciones violentas que realiza el Estado, se busca problematizar el discurso de garante de la seguridad (policial o militar) que Estados Unidos presenta en la vida real.
Estrenada hace ya varios meses, Dunkerque es una de las cintas que recibió más nominaciones para los premios Oscar 2018: mejor película, director, montaje, fotografía, sonido. La última cinta de Christopher Nolan deja atrás el fantasioso mundo de Batman para adentrarse en una historia verídica, ambientada en la Segunda Guerra Mundial. - Publicidad - Se trata de lo que en su momento se llamó Operación Dínamo, en la que tropas aliadas fueron evacuadas de las playas de Dunkerque, Francia. Se trató de un rescate en conjunto de los ejércitos británico, francés y belga. Nolan pone el acento tanto en el punto de vista de los soldados atrapados, esperando el rescate, como en el de los oficiales que deben tomar las difíciles decisiones acerca del orden en que embarcan, como de los rescatistas (tanto de las fuerzas aéreas, como civiles). Lo más interesante del film es que aborda el mismo suceso desde tres puntos de vista físicos: la tierra, el mar y el aire. En ese juego, un mismo hecho se relata varias veces en diferentes tiempos cinematográficos, dependiendo de a quién corresponda la mirada. Al igual que gran parte de los films basados en hechos reales, la película utiliza el gran marco de un suceso histórico verídico y lo tamiza desde la óptica de todos esos sujetos ignotos para la Historia. Así, un hombre común y corriente se transforma en héroe: esto vale tanto para los soldados (el piloto del Spitfire y también el soldado que trata de huir) como para hombres que por un sentido de patriotismo arriesgan su vida. Para lograr construir este tipo de protagonismo, lamentablemente Nolan recurre al maniqueísmo. Y es que el cine clásico viene perfeccionando este mecanismo desde su época de oro. Si uno piensa en Casablanca (Michael Curtiz, 1942) podríamos decir que era, en esencia, la misma historia: en un contexto bélico, el sacrificio personal del héroe en pos de la defensa de su patria – y los valores que ésta encarna- conmueven a un espectador ávido de sentimentalismos. Los dispositivos para lograr este objetivo se han perfeccionado: el sonido es más envolvente, la postproducción logra que parezca que estamos allí en carne y hueso…pero la idea es la misma: la guerra tiene sentido. Desde ese lugar, es un film con una ideología bastante criticable, y acaso por eso mismo, es bastante entendible que a la Academia le resulte fascinante: es una película que defiende los intereses imperialistas de hoy y de siempre, disfrazada de novedad desde la técnica cinematográfica.
La última película en cartel de Alejandro Iñárritu es una de las grandes candidatas al Oscar. Por supuesto, que el haber ganado en la premiación anterior los dos mayores galardones (mejor película y mejor director) por su film Birdman lo pone en una situación ventajosa. Contar con la presencia de Leonardo Di Caprio tampoco es algo despreciable. En rigor de verdad, Iñárritu filma The revenant antes que Birdman, pero por diversas cuestiones, termina estrenando primero la que le mereciera las dos estatuillas de la Academia. Más allá de estos datos de color y especulaciones que ingresan en la órbita de lo predictivo, su “último” trabajo tiene algunos elementos para destacar. La historia es muy sencilla, hasta se podría decir clásica: en la lucha por conquistar terrenos a los indios nativos americanos, un grupo de soldados vive en perpetuo enfrentamiento. Uno de ellos es el personaje de Di Caprio, quien es el “rastreador” del grupo. No sólo es peculiar este talento de conocer el terreno y encontrar huellas en el camino, sino que lo más destacado del personaje pasa a ser su filiación con los indios pawnee (ya que ha estado enamorado y ha tenido un hijo con una mujer de esta tribu). Vengar la muerte de este hijo mestizo a manos de un “compañero” se convierte en el único objetivo de vida del personaje. El gran acierto de la película es conjugar el hiperrealismo con lo fantástico, de manera tal que no parezcan dos cosas en tensión, sino las dos caras de una misma moneda. Lo fantástico viene dado, en primer lugar, por el título del film: “revenant” es una palabra muy particular que habla de un fantasma, alguien que regresa. Si uno no posee esta información, es posible que entre en crisis la verosimilitud del relato. El personaje de Di Caprio, sortea la muerte en más de una ocasión (no sólo sobrevive a los brutales ataques de los Rojos -los Sioux- sino a un enfrentamiento con un oso Grizzli y a intentos de asesinato por parte de sus compañeros de armas). Lo más importante, es “enterrado” en varias oportunidades (en una tumba, dentro de un animal, en una carpa). De allí que cada vez que salga de estos confinamientos, se transforme en un “renacido”. Así como es fundamental este aspecto fantástico, hay que destacar que para lograr el hiperrealismo se hace un uso acertado de los planos secuencias digitalmente creados, con una cámara que se mueve de manera circular, atrapando en el centro de la acción al personaje, pero al mismo tiempo generando en el espectador un efecto visual muy cinematográfico: el sentirse dentro de la escena. A partir de esta marca registrada técnica que le valiera tantos elogios en Birdman, Iñárritu da cuenta de su capacidad para contar un relato que apela a la experiencia sensorial. Para reforzar dicha experiencia, también hace uso de unos flashback (los que refieren a su vida familiar con los pawnee) en los que, al mejor estilo Terrence Malick, la cámara lenta y el contraluz proporcionan un oasis a la violencia del tiempo presente, y funcionan también como un refuerzo de lo fantástico, o lo mítico, que proviene del mundo no occidental, nativo-americano. Concluimos, entonces, que aunque no sea el ganador por dos años consecutivos del Oscar, definitivamente Iñárritu se está convirtiendo en uno de los directores que dentro de la maquinaria de Hollywood, puede aportar al mismo tiempo tanto la espectacularización que la industria requiere como temas más profundos sobre los conflictos humanos. Share this: Click to share on Twitter (Opens in new window)10Click to share on Facebook (Opens in new window)10Click to share on Google+ (Opens in new window) Related
A ningún amante del cine francés le pasa por alto la referencia de François Ozon al film Belle de jour, de Luis Buñuel. En aquella película de 1967, Severine (interpretada por Catherine Deneuve) era una mujer casada que se negaba a tener sexo en su matrimonio y buscaba una salida a sus deseos sexuales y eróticos prostituyéndose. Ozon nos muestra a Isabelle, una joven de 17 años que tras perder su virginidad también comienza a prostituirse. El film trabaja de manera muy sutil el desdoblamiento en la vida de la joven Isabelle: mientras pierde su virginidad aparece en pantalla una doble de ella misma que la mira, lo que permite a la joven “salirse de su propio cuerpo”. A medida que el film avanza, veremos a la protagonista duplicada en espejos, ventanas. Isabelle construirá así una doble imagen de sí misma: la chica adolescente que estudia, y comparte tiempo con su hermano menor; y la joven mujer que es deseada por todos los hombres. En verdad es más importante cómo ella se construye en objeto de deseo sexual para la mirada de los otros (incluido el espectador) que la construcción de su propio placer sexual. Es en este hecho, donde el espectador puede buscar el por qué de su comportamiento: no es por una necesidad económica, ni un trauma familiar que decide prostituirse, sino que simplemente es una adolescente descubriendo su sexualidad. Ozon utiliza el término “jolie” (bonita, linda) para el título de su película y no “belle”(bella), lo cual ayuda a situarnos en el universo interior de una adolescente. Isabelle es como cualquier chica de su edad: rebelde contra sus padres, apática, confundida. En definitiva, el hecho de que busque ser un objeto de deseo, antes que buscar su propio placer tiene que ver con no saber cómo plantarse frente a su propia inquietud sexual. Por supuesto hay datos en el film que contextualizan esta decisión: el acceso en la computadora y el celular a un mundo de autonomía, sin el control de los padres; el posible affaire de su madre con el marido de una amiga; la mirada no tan fraternal de su hermano menor…pero en el fondo, Ozon despoja de la cuestión el aspecto moralizante, para centrarse en el aspecto psicológico. En este sentido, es el mismo planteo que realizaba Buñuel en los comienzos del cine moderno: el conflicto interno de un personaje femenino a través de una exploración sexual que, en el caso de Belle de jour, se suponía privativa de los hombres, y en el caso de Jeune y jolie, se supone privativa de los adultos.