Un western ambientado a principios del siglo pasado en Australia se convierte en un espectáculo visual de pura violencia racial. Se estrena Dulce país (Sweet Country, 2017) y hay grandes motivos para ir a la sala de cine.
La discriminación racial es un karma histórico que, año tras año, se sigue alimentando debido a la aparición de Trump y otros sujetos nefastos. Hay que lamentarse: este tipo de males resultan ser cíclicos y no pasan de moda. Dulce país nos cuenta la historia de Sam, un aborigen, que asesina a Harry, el dueño de las tierras, y huye junto a su esposa. Una huida repleta de violencia y seres desalmados que es acompañada por un espectáculo visual digno de apreciar.
Warwick Thornton dirige este film y, además, se hace cargo de la dirección de fotografía. Este cometido no es vano: Dulce país es una película con personalidad. La intención de Thornton es aprovechar al ciento por ciento el paisaje australiano con planos abiertos y el objetivo de cerrarlos para poder ver de cerca las sensaciones de cada uno de los personajes, en especial de Sam, interpretado por un inexperto, pero sorprendente Hamilton Morris. Sam sufre y sufrimos junto a él. Una obra elegante que conmueve y no escatima en utilizar los típicos recursos del western clásico como las armas, el territorio a explorar y los indios.
En cuanto al reparto, cabe destacar la breve pero precisa participación de Sam Neill y Bryan Brown y Matt Day se lucen como el malvado sargento y el complaciente juez respectivamente. Todos cumplen de manera acertada su rol en este drama donde se narra una historia calmada y cautivadora sin hacer abuso de exageraciones que podrían alejarse del rumbo del director. Todos los personajes son los ejemplos cotidianos de la sociedad: el condenado que fue hostigado, el que lo protege, el dueño de todo sin impunidad y el que lo persigue por cuestiones raciales. Hay humanidad en cada rasgo de la película.
El western sigue reinventándose, pero acá hay un director que es cosa seria. Los géneros pueden cambiar, pero una propuesta sólida, de impacto y de absoluta belleza visual excede cualquier clase de género. Sin pecar del dialogo de relleno que hoy muchas propuestas fílmicas quieren adaptar del concepto televisivo, en el cine el sustento es lo visual y acá es donde Warwick Thornton y su Dulce país dan en la tecla.