Sobre el mito de origen de una tierra baldía
Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia, Sweet Country recupera algunos de los temas, tópicos y constantes visuales del western y los traslada a tierras australianas, a finales de los años 20, en un paraje que bien podría estar detenido en el tiempo.
Entendido como género cinematográfico popular, el western lleva muerto y enterrado más de cuatro décadas. Sin embargo, cada tanto –como un espectro inquieto que se niega a dejar de recorrer la pantalla– sus usos y modales reaparecen, incluso bajo los ropajes más inesperados. Dulce país, la más reciente película de Warwick Thornton –el director australiano, de origen kaytetye, de la notable Sansón y Dalila– recupera algunos de sus temas, tópicos y constantes visuales y los traslada a tierras australianas, a finales de los años 20, en un paraje que bien podría estar detenido en el tiempo. ¿Pastiche, lectura posmoderna, parodia? En lo más mínimo. El aparente clasicismo del relato está más cerca del revisionismo histórico y narrativo que atravesó las películas del Oeste producidas en los Estados Unidos en las décadas del 60 y 70 que de cualquier atisbo de reapropiación contemporánea. Como tal, su visión sobre las injusticias, violencias y dominaciones del hombre por el hombre se transforma –como en todo buen western– en un relato universal y atemporal, más allá de las marcas más visibles de la superficie.
Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia, Sweet Country comienza con un plano detalle de la preparación de café, a la usanza tradicional: sobre una fogata, en una cacerola los granos se disuelven en el agua hirviendo. En la pista sonora, golpes y gritos, en inglés y en uno de los más de cien idiomas indígenas hablados en el territorio australiano. Las tensiones raciales que formarán parte central de la historia se ponen de manifiesto de manera directa, sin dilaciones, en una breve escena que bien podría pertenecer al pasado o al futuro (el film utiliza ese algo olvidado recurso, el flashforward, para anticipar eventos, a veces de manera conscientemente engañosa para el espectador). A continuación, la imagen de un aborigen adulto, sentado en el áspero suelo, encadenado, a la espera de un juicio y condena que se intuye firme e intransigente. Finalmente, el comienzo de la fábula: en un paraje que aún no ha sido bautizado como Alice Springs (el lugar de nacimiento del realizador), un puesto desértico en el cual el siglo XX no parece haber terminado de establecerse, un recién llegado le pide en préstamo a su nuevo vecino, apenas por un par de días, una parte de su “blackstock” (livestock es ganado en inglés; del juego de palabras pueden sacarse algunas conclusiones).
Hacia allí se dirigen Sam Kelly y su mujer, aborígenes “domesticados” –aunque no tanto como otros “negros fieles” de la zona–, sobrevivientes empobrecidos de la conquista del continente, protegidos por un hombre piadoso en el sentido más religioso de la palabra (un papel secundario, pero esencial, de esa institución del cine australiano llamada Sam Neill). Lo que sigue es un acto de violencia original, una confusión potenciada por el racismo y el abuso del alcohol y un acto de legítima defensa que termina con un whitefella muerto, Kelly y su esposa obligados a un escape hacia el interior del desierto, donde el concepto de civilización es bien distinto. Y una partida que les da caza, compuesta por un puñado de hombres y guiada por el único militar afincando en el lugar (Bryan Brown, otro veterano actor de la tierra de los dingos). El cambiante paisaje –a veces montañoso, en ocasiones drásticamente llano, un lugar donde todavía habitan tribus sin mayor contacto con los blancos– es registrado en pantalla ancha en la mejor tradición del western de espacios abiertos: como un personaje más, tan imprevisible y arisco como los hombres que lo recorren.
Lejos del melodrama –el tono general es más bien seco–, haciendo gala de un evidente talento para destilar el sentido de las escenas, sin caer en la denuncia de trazo grueso, la película de Thornton guía al espectador en ese viaje hacia el interior salvaje, acompañando intermitentemente a perseguidos y perseguidores, exponiendo sus miedos, deseos y transformaciones sin necesidad de sobre-explicarlos. El regreso al pueblo encuentra a un exhibidor nómade en plena proyección de The Story of the Kelly Gang, uno de los primeros largometrajes de la historia, del cual sólo se conservan fragmentos. Producido en Australia en 1906, su anacrónica inclusión en los tiempos de la ficción produce dos filiaciones nada casuales. Una de ellas es cinematográfica: la historia del cine australiano entre ese film y aquel que lo contiene recorre más de un siglo. La otra es más profunda: el apellido compartido por el famoso bandolero Ned Kelly y el protagonista de Dulce país, la cara y una de las tantas contracaras de la Historia, el mito y la crónica nunca contada, el punto de vista del conquistador y la mirada del otro.