Esta suerte de western revisionista australiano se centra en lo que sucede cuando un aborigen mata en defensa propia a un hombre blanco que violó a su mujer. Usando los códigos clásicos del género pero en un estilo más reflexivo y político que puramente estructural, logra un relato notable sobre la violencia racial.
Acaso los australianos sean los últimos portadores del gen del western, capaces de mantener ciertos códigos que el mercado ya no busca ni utiliza demasiado. Películas que se atreven a sostener cierta brutalidad y firmeza en situaciones y personajes que el cine norteamericano ha preferido dejar de lado, acaso porque los tiempos que corren no llaman por ese tipo de universos de hombres rudos y violentos. DULCE PAIS es, si se la mira bien, una película que de todos modos cumple con lo que deben cumplir los westerns revisionistas: contar la historia desde el contraplano de la mirada oficial.
En la nueva película del australiano Warwick Thornton los indígenas del western norteamericano son los aborígenes australianos. Son ellos las víctimas del abuso y la crueldad del hombre blanco. Y los que pagan las consecuencias. La historia parece suceder en el siglo XIX pero en realidad transcurre en 1929, en el desolado y peligroso pueblito australiano de Alice Springs donde terratenientes y colonos blancos ocupan la tierra y los locales trabajan para ellos. Thornton muestra esos escenarios con la grandiosidad de los westerns clásicos: una bella pero también desolada tierra que se extiende al infinito y sobre la que los hombres que la habitan disputan sus asuntos más oscuros.
Los conflictos son varios y se disparan cuando un hombre tortura a uno de los jóvenes aborígenes que trabajan para él a quien hace responsable de un robo que no cometió. Otro hombre –un veterano de guerra alcohólico y peligroso– acaba de llegar al pueblo y va mucho más lejos que su colega: viola a Lizzie, una de sus sirvientas y termina teniendo un violento enfrentamiento con Sam Kelly, el marido de ella, quien lo mata. En medio de todo esto, Fred Smith (Sam Neill), el párroco del pueblo, se ve en una situación compleja. Siempre fue un hombre amable y comprensivo con los pueblos originarios del lugar, pero el hecho de que uno de ellos haya matado a un hombre blanco lo mete en serios problemas. Y más aún porque Sam (Hamilton Morris) es su mano derecha y fue él quien lo recomendó al recién llegado.
Lo que sigue funciona como una variación del western clásico. Lizzie y Sam se fugan y el sargento Fletcher (Bryan Brown) es el encagado de perseguirlos metiéndose cada vez en territorios más inexplorados y salvajes, pero las cosas pegan un giro promediando el relato y la película cambia de registro: el western de espacios abiertos se transforma, digamos, en otra cosa. Una en la que el párroco Fred vuelve a tener un rol fundamental y la Justicia deberá demostrar si está a la altura de funcionar como corresponde ante esas circunstancias.
La ironía del título puede ser obvia (lo mismo que el juego de referencias con el apellido Kelly, que es el mismo del bandido/antihéroe más célebre de Australia Ned Kelly) pero no por eso deja de ser aplicable. Thornton arma un western que empieza de manera intensa y violenta pero, curiosamente, en lugar de ir apuntando a hacer crecer más aún esa violencia (como suele ser el caso en este tipo de géneros) en su segunda mitad se vuelve más reflexiva y seria, aunque igualmente oscura y tensa. La sensación de que en cualquier momento los pobladores de Alice Springs pueden optar por utilizar esas formas es palpable y uno sabe que la película no culminará sin algún regreso a ella.
En ese sentido el rol de Smith es esencial. Muy bien interpretado por el eterno Sam Neill, es la clase de hombre blanco que cree que con buena voluntad, comprensión y modales se pueden torcer las fuerzas malevolentes de una comunidad para luego darse cuenta que no es para nada sencillo y que la sangre pide sangre, le guste o no. Thornton, como Smith, sabe muy bien que una cosa es contar una historia violenta y otra regodearse en ella, por lo que no supera ciertos límites de la crueldad cinematográfica más allá de que sus villanos sí la crucen. Regodearse en los actos de hombres horribles, en cierto modo, es mirar el mundo un poco como ellos. Y esperar que los espectadores lo hagan también.