Estrenada un año atrás en el Festival de Venecia, la australiana Dulce país es un western de esos que ya casi no se hacen. O no al menos en Hollywood: un relato violento, ríspido e incómodo que aborda la esclavitud isleña a principios del siglo XX, cuando la idea de una nación multiétnica era poco más que una abstracción.
Sam Kelly (Hamilton Morris) es un aborigen que trabaja para el predicador Fred Smith (Sam Neill) en un rancho del norte australiano. Hasta allí va el veterano de la Primera Guerra Mundial Harry March (Ewen Leslie) para pedir ayuda con las tareas diarias, cuestiones que desconoce por ser un recién llegado. Violento y cruel hasta el sadismo, Harry maltrata a Sam y a su familia hasta forzar un asesinato en defensa propia.
La huida de Sam y su mujer será el puntapié para el armado de una patrulla comandada por el implacable Sargento Fletcher (Bryan Brown). Pero para estos hombres blancos el desierto australiano es un terreno inhóspito y desconocido, gobernado por la ley del más fuerte y un calor abrasador, que esconde varios obstáculos imposibles de sortear.
Quien quiera actuaciones oscarizables, corrección política y concesiones bienpensantes que vea 12 años de esclavitud. Dulce país revisita los códigos del western proponiendo una mirada cruda, despiadada y desencantada sobre la construcción de una nación y el clásico choque entre “civilización y barbarie”. Los planos generales –toda una marca del género– transmiten la sosegada sensación de peligro ante la inmensa llanura a la que deben enfrentarse estos hombres rudos y de pocas palabras, más proclives a la acción que al diálogo.
Pero hay más, porque sobre el último tercio Dulce país pega un giro que convierte al western terroso y violento en una inteligente reflexión acerca de los alcances de la Justicia. Dirigida con pulso firme y decidido por Warwick Thornton, Y dueña de una formidable austeridad narrativa y rigor formal, Dulce país es una auténtica sorpresa en la cartelera comercial.