El western no es un género de los más representados en los cines del mundo; hace rato que pasó su época de gran producción y lo que hay son siempre excepciones, reversiones, actualizaciones. Pero su raíz es tan poderosa, tan específicamente cinematográfica, que bastan unos pocos planos y unas pocas coordenadas para situarnos y, cuando estamos bien llevados como en este caso, fascinarnos. Estamos aquí ante la variante "western australiano": hace casi un siglo, en los intentos de los blancos por establecerse en un territorio que está lejos de ser un vergel amigable, y en su convivencia cargada de prejuicios y violencia con los aborígenes. El hecho central, el conflicto, es que un aborigen mata a un blanco en defensa propia. Alrededor de ese momento se arma esta película presentada en Venecia y Toronto en 2017, y se estructura con una propuesta nada habitual, que puede descolocar en un principio: hay no pocos flash forwards, que nos hacen previsualizar hechos que ocurrirán más adelante en el tiempo de la historia. Las imágenes, en términos de encuadres e iluminación, se cobijan a la sombra del cine de John Ford pero le agregan un manierismo que no solo logra no ser un mero adorno sino además resignificar la relación de los personajes entre sí y con el paisaje. Con actores dignos de aparecer en un western, como Bryan Brown, Sam Neill y Hamilton Morris, Dulce país cuenta, con lazos visibles con Un tiro en la noche de Ford, una de esas historias acerca del nacimiento doloroso de una nación.