La consciencia de la pérdida
Marco Bellocchio es otro de los veteranísimos cineastas que siguen fieles a su oficio. Con setenta y ocho años a cuestas nos ofrece Felices sueños, una reflexión sobre la muerte con la que, como ha declarado, la pertinaz biología le hace sentirse cada vez más familiarizado. Basada en la novela autobiográfica “Me deseó felices sueños” del periodista Massimo Gramellini, recoge la historia de los efectos que tiene sobre un niño, y su proyección en la edad adulta, la muerte inesperada de su madre.
“Felices sueños” es una confesión autobiográfica del dolor por la pérdida de la madre. La figura materna, tan presente en el cine –y en la vida- de los italianos, y las tragedias familiares, son dos temas recurrentes en la obra de Bellocchio; así como la tragedia social que supone escuchar continuamente, e incluso reconocerlo en algún momento, que las personas felices no crean nada y que se necesita odiar para hacer algo grande.
Es también una historia transversal (palabra tan de moda hoy) que va de la familia a la religión, pasando por la hipocresía burguesa y las mentiras que con frecuencia son la base de tantas relaciones familiares: mentiras piadosas tantas veces, mentiras vergonzosas otras, mentiras, en fin de cuentas que ayudan a vivir.
La manera que tiene la película de afrontar la trágica situación con la que se abre el film es sobre todo descriptiva, con muy pocas concesiones a una narración que transporte la historia más allá de la piedra fundacional sobre la que se edifica. Tal descripción está hecha a base de brochazos que por vía acumulativa van constituyendo el carácter que finalmente se quiere construir. Se recurre así a la descomposición del relato en pequeñas piezas que se van intercalando sin respetar el orden cronológico (tan sólo la música sirve de tenue referencia orientadora de ese paso del tiempo), de forma que la visión de conjunto que se obtiene evita un progreso lineal, acentuando la sensación de una persistencia, más allá del tiempo transcurrido, del hecho inaugural.
La muerte, a pesar de su carácter puntual, se expande en el tiempo. Massimo quedará marcado para siempre por su irrupción, y la cámara se esfuerza en escrutar los efectos que deja en su rostro, en su comportamiento. En definitiva, en su vida.
Pero es más que eso. Cuando se entra en contacto con su muerte ésta aparece por todas partes. Está en Sarajevo, por supuesto (no parece tener otra función toda la secuencia desarrollada allí), y ya la primera imagen de su estancia como periodista en aquella guerra tiene como fondo un cementerio. Pero lo está también en la vida cotidiana, como el estadio del Torino que se ve desde el balcón de su casa, y que evoca la tragedia que acabó con la vida de dieciocho de sus jugadores. El campo siempre presente, los homenajes que cada año se les tributan o el gran mural que a modo de recordatorio preside la sala de reuniones de la redacción del periódico donde Massimo trabaja son el correlato público de la íntima desolación del protagonista.
Una película confeccionada a base de escenas, episodios, instantáneas, para dibujar la soledad de la infancia, las complicadas relaciones familiares, la figura siempre autoritaria de un padre severo y distante y también “una reflexión sobre generación de padres con la cual se puede hablar y discutir”. Evidentemente, el personaje creado por Marco Bellocchio –veterano de un cine italiano comprometido- no es el único huérfano de la historia, pero puede decirse que hace de su orfandad el eje sobre el que gira toda su vida. Desde el punto de vista de la importancia de los temas subyacentes, yo diría que sobran algunos metros de película, porque al final resulta demasiado larga. Hasta el punto de que la revelación final, que pone un toque de tragedia griega en el relato, no alcanza el grado de interés que se le supone.