Otro Burton que ya no es
“We accept you, one of us” (“te aceptamos, sos uno de nosotros”), decían sentados a la mesa los freaks de Tod Browning en la década de 30 y Joey Ramone lo replicaría con orgullo a los gritos unas décadas más tarde. Y Dumbo es un freak más, como Pinhead y como Joey; y así como estarán los ortivas que lo llamarán monstruo, también estarán sus compañeros de circo que lo van a bancar a muerte. Porque Dumbo es, ante todo, una película circense, de espectáculo itinerante, y el nombre de Tim Burton parecía, a priori, el indicado. Decimos a priori porque con Burton ya no se sabe qué esperar; su corazón negro y su pasión por los fenómenos parece cosa del pasado; tal vez Ed Wood (1994) o algunos personajes de Mars Attacks! (1996) hayan sido sus últimos antihéroes freaks interesantes previos a su debacle cualitativa, no así cuantitativa, sobre todo si pensamos en los números de su cuenta bancaria. La Dumbo de Burton toma mucho del dibujo de 1941, animación creada, sobre todo, para recuperar algo de la mosca perdida con Fantasia y Pinocho, sendos fracasos de taquilla de 1940 que recién tendrían retornos importantes luego de la Segunda Guerra y, sobre todo Fantasia, interminables reruns en cines y TV. El desarrollo inicial de la historia no ofrece sorpresas para el que vio la original, la cigüeña trae al pequeño Dumbo al circo, esta vez gerenciado por un Danny DeVito chanta pero con corazón, un rol opuesto al de Batman Vuelve (1992) del propio Burton. Al elefantito de CGI primero le llegarán las bromas, después la explotación de su gracia y finalmente el reconocimiento del público.
Esta vez, la amistad de Dumbo no será con un ratón sino con los hijos de Holt Farrier (Colin Farrell), un viudo manco especialista en trucos montando a caballo. Algo que se extraña de la película original es la secuencia lisérgica que se produce con la borrachera accidental de Dumbo, secuencia viajera desaprovechada que podría haber sido bien explotada con los efectos actuales y un mínimo más de cojones. Y lo que se extraña del cine gótico de Burton son los diálogos que esquivaban los lugares comunes del ñoñaje new age, esos berretines de libro de autoayuda que abundan en muchos productos industriales hollywoodenses y que desde El Gran Pez (2003) a esta parte, también son algo común en el cine del ex gótico. Como si se sintiera obligado a los diálogos banales desde que se fue adentrando cada vez más en un cine para niños; paradójicamente, un público al que esas frases melosas le importa un bledo. El villano de la fábula es Michael Keaton, también en un rol en oposición al de Batman, representante de la gran compañía que compra al circo para llevarlo a las ligas mayores: una especie de mega corporación circense al estilo de Disney World. Esa mutación del pequeño circo de DeVito y sus fenómenos al gran espectáculo, además de ser una crítica explícita al mundo del entretenimiento no ajeno a la dinámica de concentración capitalista, puede verse como la metamorfosis del propio cine del realizador. Tanto DeVito como Dumbo pueden ser el álter ego de Burton; e incluso puede serlo Milly Farrier (Nico Parker), la hija del manco, la única que tira frases emo que parecen la válvula de escape de un cine burtoniano que ya no es.