Hay dos tipos de artistas representados en la nueva Dumbo de Tim Burton, dos versiones del show business man: uno (Danny De Vito) es el dueño de un circo pequeño, itinerante y familiar. Es vulgar y algo bruto con las personas y animales que trabajan en su circo, pero tiene buen corazón y un cariño sincero por su negocio. El otro (Michael Keaton) es el magnate frío y desalmado, ostenta su dinero y la belleza de las mujeres que lo rodean, es capaz de construir un parque de diversiones ambicioso y extravagente e incluso de montar un espectáculo vistoso, pero carece de sentimientos. O mejor dicho, no puede percibir que son criaturas vivas, ya sea humanas o animales, las que trabajan para él, y por lo tanto las explota sin contemplaciones. Hay algo en Dumbo que hace creer que Burton se vería reflejado en la primera de estas dos figuras, del lado de un hacer artesanal y modesto que se basa en emociones sinceras. Pero al mismo tiempo, todo en su película pertenece al universo del magnate, del gran presupuesto para construir una perfección sin alma. Eso es, en resumidas cuentas, lo que la nueva Dumbo tiene para ofrecer, un producto bien hecho de principio a fin, con ciertos guiños al presente, y en consonancia con un cine contemporáneo bien hecho, desangelado y olvidable.
La vieja Dumbo, de 1941, era una película modesta, con una huella fuerte del cuento infantil de la que provenía, y la libertad necesaria como para ofrecer una secuencia de alucinación psicodélica producida en el elefantito por el consumo de alcohol, con un toque pesadillesco. Además, estaba protagonizada por animales, y en el centro por supuesto el elefantito de ojos celestes que tenía la expresividad y el encanto de un bebé. La nueva Dumbo, de acción en vivo, necesitaba personajes humanos, y Burton rodeó al elefante de toda una galería de adultxs y niñxs a partir de los cuales se construye la emoción en la película, aparte de la consabida separación entre el elefantito y su mamá: en primer lugar, hay un papá (Colin Farrel en la versión más nula que se pueda concebir) que perdió un brazo en la Primera Guerra Mundial y a la esposa durante su ausencia, un nene y una nena que compensan sus carencias afectivas a través de Dumbo, una trapecista deslumbrante (Eva Green) que se presenta como femme fatale pero luego se revela sensible y dispuesta a ocupar el lugar de madre en esta familia arrasada. También está el magnate-villano de Keaton y el dueño de circo de la vieja escuela de Danny De Vito, como dije, pero el centro es la pequeña familia que hace de partenaire de Dumbo a lo largo de toda la película y es un problema, porque esta familia apenas logra importar. Todo en ellos es estereotipado y rígido, desde la ternura de lxs niñxs hasta la fragilidad del padre, para no hablar de la forzada historia de amor con la trapecista a la que ni siquiera se le dedica un despliegue que permita sentirla.
Es que Burton, que en otra época supo construir emoción como un artesano (pienso en El joven manos de tijera, por ejemplo), esta vez prioriza lo panorámico: muchxs artistas, muchas luces, mucho decorado, grandes planos generales del parque de Vandevere (Keaton), recorridos por el circo donde todos los artistas se muestran como si estuvieran adentro de una vitrina pero ninguno importa, y una fascinación con el diseño que se impone en cada plano. Si la Dumbo de 1941 era una película que podía ponerse a la altura de un elefantito y un ratón y sostener con ellos una escena, la del 2019 necesita construir un parque de diversiones gigante y luego prenderlo fuego para generar intensidad. Es más, hay un esquema que se repite varias veces y nos pone al borde de la butaca para después liberarnos del modo más maravilloso, y es el suspenso de si Dumbo podrá volar o no. Esa oscilación entre el peligro y la libertad es un elemento clave, y toca una fibra del presente –el malestar ante el maltrato a los animales– que la película no se anima a convertir en un tema salvo hasta una resolución tardía y sacada de la galera.