Tomar un clásico animado y construir una película distinta, por más que se mantenga cierta fidelidad al espíritu del original: eso sería lo que el director Tim Burton se propuso al hacer una revisión, no una remake, de Dumbo, el filme que allá por 1941 le permitió a Walt Disney emparejar los números tras los fracasos comerciales de Pinocho y Fantasía.
Dumbo era (es) sencilla hasta la ingenuidad de sus planteamientos, con un personaje querible más allá de que todos los cachorros son adorables. Sufre bullying en el circo al que las cigüeñas lo llevaron, su madre elefanta lo defiende y terminan separados, tiene un ratoncito como buen amigo (para desmitificar el miedo de los paquidermos), contenía dos o tres canciones pegadizas y deliciosamente encantadoras y una duración de poco más de una hora.
El Dumbo de Burton es, decididamente, otra cosa. El elefantito hecho por computación es igual de lindo y comprador, pero la historia se amplió, en personajes que van cobrando casi más valor que el protagonista original.
Cuando al comienzo el tren del circo se va de Florida, ése parece ser el guiño, o el pedido de permiso del director de El joven Manos de tijera para decir voy a contarles una historia diferente.
Hay un ratoncito, sí, pero son los hijos de un jinete, y ex estrella del circo (Colin Farrell), que regresa sin un brazo de la Primera Guerra Mundial, quienes le dan la plumita a Dumbo para volar. Los chicos son huérfanos de madre, y el circo que Medici (Danny DeVito) manejaba casi como una familia está a punto de ser fagocitado por un empresario (Michael Keaton) que quiere que el elefante que vuela sea, montado por una equilibrista (Eva Green) la sensación de Sueñolandia, su parque de entretenimiento.
Y no hay mirada ni guiño con Disneyworld, porque V. A. Vandevere es malo, eh. Muy malo.
Los homenajes a la película original claro que están, y son visibles, muy fáciles de detectar para los que la amaron y aman (las canciones mencionadas, los chicos malos espectadores del circo, el que cae en el cubo de agua, el sueño con pompas, los payasos), lo mismo que el espíritu de que la bondad, si impera, se impone.
Pero este Dumbo tampoco es una película que uno puede percibir, distinguir como de Tim Burton, al margen de los freaks que rodean al elefantito -que es otra rareza por poder volar con sus enormes orejas-. No es que Burton se haya apoderado de la historia o la idea y erigido un filme con su universo propio.
Por más que esté la música de Danny Elfman, su compositor predilecto, este Dumbo parece más un encargo que un sueño del director de Batman. No quiere decir que el filme no tenga sus momentos de magia, fantasía, que el espectador no trabe empatía o que no se conecte con los protagonistas.
Los más chicos y fans de Dumbo dirán “no es así, está mal”, porque lo que ven no es un reflejo del original. Este Dumbo no parece ser La Bella y la Bestia, que tenía sus pequeños cambios al realizarse con actores. Tal vez por la duración original, o será porque alguien habrá pensado que la ilusión del Dumbo de 1941 era ingenua.
Hay que ver quién es más ingenuo.