BURTON DOMESTICADO
En los últimos años, Tim Burton y Disney colaboraron en tres films: Alicia en el País de las Maravillas, Frankenweenie y ahora Dumbo. Si la primera película era una decepción absoluta y la segunda una pequeña maravilla, la tercera se queda en un lugar inocuo, indiferente, alejada de todo riesgo. Y eso que todo estaba dado para que el realizador construyera un relato marcado por temas habituales en su cine, como la marginalidad, el descubrimiento y las reacciones de fascinación o rechazo provocadas por la otredad.
Ese relato en cierto modo está ahí –latente o directamente explícito-, en ese circo habitado por freaks de todo tipo, del cual el pequeño elefante Dumbo, con sus orejas gigantes y su habilidad para volar, es el máximo exponente. Pero todo está estructurado de forma aletargada, en piloto automático, como si Burton no sintiera verdadera pasión por lo que está contando y solo buscara hacer un despliegue superficial de sus grandes éxitos formales: la suma de personajes apartados del mundo y formando universos aparte; el manejo de colores como medios expresivos donde confluyen la luz con la oscuridad; y Dumbo como un nuevo Joven Manos de Tijera, alguien que puede maravillar (como a los hijos del ex soldado encarnado por Colin Farrell) pero también ser visto como un medio de explotación.
Dentro del último factor, de esa dicotomía entre la pura maravilla (que es también una forma de amor) y el deseo de lucro, es donde surge lo más interesante de la reversión de acción en vivo que construye Burton del clásico animado de 1941. El gran antagonista que va surgiendo a lo largo del relato es el dueño de un parque de diversiones interpretado por Michael Keaton, que nunca ve a Dumbo desde una perspectiva afectiva, sino como una máquina de hacer dinero. La asociación casi inmediata que se puede hacer del personaje es con parte de la leyenda de Walt Disney, un tipo brillante pero que tenía una ética muy particular, que a menudo chocaba con las perspectivas de otros creadores como podía ser el propio Burton. Esa metáfora un tanto retorcida, que podría poner a Burton en el lugar de Dumbo –alguien marginal, rebelándose ante su explotador y tratando de crear su propio destino- nunca llega realmente a cobrar vida, porque el cineasta nunca se conecta apropiadamente con el protagonista de su película.
En cambio, Burton se aproxima a la historia de Dumbo con una frialdad llamativa, convirtiendo su aparente rebeldía –y la del elefante- en algo un tanto banal y superficial, como lo era la desobediencia de Alicia a los mandatos familiares. Eso se puede ver en cómo utiliza el recurso de ver volar a Dumbo (que a pesar de estar hecho en computadora, conserva su dulzura y nobleza innata): lo repite varias veces, quitándole progresivamente su encanto, casi como si fuera una característica más del personaje en vez de una cualidad, de un factor que lo distingue y lo pone en un lugar destacable. Algo parecido sucede con el resto de los personajes –el de Colin Farrell, sus hijos, la bailarina que encarna Eva Green-, cada uno con su pasado oscuro y doloroso, pero que nunca pasa de la mera anécdota, de huellas que no llegan a tener verdadero sentido. En un punto, cede a la tentación del villano empresario: explota lo maravilloso hasta quitarle carnadura y originalidad. Por eso su Dumbo es como un parque de diversiones al cual solo se va una vez: apenas si entretiene, está lejos de conmover y difícilmente lo recordemos. Burton, en la nueva asociación con Disney, más que potenciar su cine, se muestra domesticado e impersonal, como una copia de sí mismo.