Monumental y solemne, visualmente impactante pero grandilocuente y un tanto hueca, la adaptación de la clásica novela de ciencia ficción tiene como protagonistas a Thimotée Chalamet, Oscar Isaac, Josh Brolin, Jason Momoa y Zendaya.
El cine de Denis Villeneuve peca de solemnidad, de grandilocuencia, de una confusión entre profundidad y pomposidad. Sus películas son dispositivos enormes que se reconocen como tales: todo en ellas excede la escala humana. Lo suyo son los grandes misterios universales, eventos de escala masiva en los que se juegan tensiones personales de manera a veces tan imperceptible que hace falta la música de Hans Zimmer para que uno advierta que algo ahí vibra. Lo curioso es que se trata de un director casi ideal para algo como DUNA, una novela que funciona por esos mismos lados. Se trata de construir no un mundo sino un universo entero. Y el canadiense parece llamado para hacer justamente eso.
Claro que esa coincidencia mastodóntica no necesariamente genera una buena película. A Villeneuve le falta ligereza, humor, ritmo, chispa. Su DUNA procede de modo elefantiásico, se mueve como uno de esos grandes animales –un hipopótamo, digamos, o un rinoceronte– en un zoológico interminable en el que la gente es otra pieza a la que posicionar dentro del imponente cuadro. Cierta ciencia ficción parece condenada a este destino –especialmente la inspirada en clásicos literarios–, pero está en el talento de los cineastas más vivaces y creativos sacarla de ese ímpetu monumental. No es el caso del director de BLADE RUNNER 2049: el monumento es su elemento constitutivo, su fuerza motora. Más que cineasta, quizás debería haber sido escultor.
Esta primera parte de DUNA –el póster no lo dice, la publicidad tampoco, pero la película arranca con un claro «Parte 1»– puede también dividirse, internamente, en otras dos. Una primera mitad dedicada a construir y explicar un mundo complejo, lleno de personajes, rivalidades y curiosos «elementos». Y una segunda en la que el pesado aparato empieza a ponerse en movimiento, transformando ese largo preámbulo en algo así como un extendido primer acto y entendiendo que la película se corta cuando promediamos el segundo, quizás en el momento en el que parece encontrar algún tipo de ritmo interno, de movimiento hacia adelante, como un auto que tarda mucho en arrancar y en llegar a la velocidad buscada.
Adaptada de la novela de Frank Herbert de 1965 que tuvo varias frustradas o frustrantes adaptaciones previas, DUNA es más interesante de ser pensada y analizada que, al menos en esta versión, de ser vista más de una vez. Es la historia de Paul Atreides (Timothée Chalamet portando un look similar, cuando calza su apretado uniforme desértico, al de Johnny Depp en EL JOVEN MANOS DE TIJERA), el heredero de la Casa Atreides, el clásico joven que no parece demasiado convencido de tener que hacerse cargo, tarde o temprano, de toda esa gigantografía que lo rodea. Es un tipo de personaje que ya se transformó en un estereotipo del género (no es culpa de Herbert, cuya novela precede a los Luke Skywalker y émulos posteriores) y que Chalamet encarna en su versión más mustia y torturada.
Los Atreides han sido designados por el Emperador para hacerse cargo de manejar Arrakis, un desértico planeta que produce un bien muy buscado en el Imperio al que se conoce como «especia» o melange, una suerte de combo entre el petróleo y el LSD, un producto que tiene capacidades tanto alucinógenas como, digamos, productivas. Al Duque Leto Atreides (Oscar Isaac con una bíblica barba), su padre, no le queda otra que aceptar la misión, pero el tipo huele algo a podrido «en Dinamarca«, ya que sabe que los Harkonnen, que controlaron durante décadas el comercio de ese producto, no se quedarán callados y con las manos vacías.
Pero más peso para Paul tiene su relación con Lady Jessica (Rebecca Ferguson), su madre, que es miembro de un esotérico grupo de mujeres llamado Bene Gesserit y posee algunos poderes inusuales, uno de ellos bastante parecido a la telepatía. Si bien es una suerte de secta solo compuesta por mujeres, Jessica educó a su hijo varón en algunas de sus artes y Paul parece ser más que receptivo. Dicho de otro modo: es una suerte de elegido («the chosen one») que se ve enfrentado a tener que hacerse cargo de su destino. Y uno sabe que el tipo lo es porque tiene visiones y maneja algunos talentos y reflejos llamativos a la hora de la acción, algo raro viniendo de un chico que tiene cara de preferir estar leyendo cómics tirado en la cama. Y sí, previsiblemente, entre sus visiones aparece una chica que ni él sabe quién es pero que tiene el rostro de Zendaya.
Además de su espectacularidad visual y de su evidente cuidado en todos los aspectos técnico/artísticos, lo mejor que se puede decir de la pomposa primera hora de esta película es que Villeneuve y sus guionistas consiguen que se entienda bastante claramente qué está en juego y quiénes son los contrincantes. Por el lado de los Harkonnen, el literal peso pesado es el tal Barón Vladimir (Stellan Skarsgård, que parece hacer una imitación del Marlon Brando de APOCALYPSE NOW interpretando a Jabba the Hut), una mole humana también con sorprendentes talentos, acompañado por un ladero gruñón encarnado por Dave Bautista. Y, last but not least, están los Fremen, que son el «pueblo originario» de Arrakis, siempre castigados y ninguneados por invasores dominantes que vienen a quedarse con sus recursos naturales. Entre ellos, el cheguevaresco Stilgar (Javier Bardem) parece ser de los que pisan fuerte, uno de los que no están dispuestos a seguir poniendo la otra mejilla en el asunto.
A partir de un evento fuerte y masivo en escala que sucede promediando el film –hasta ese entonces, salvo por un tenso encuentro de Paul con la líder de la secta de su madre, todo es una larga introducción/exposición–, su segunda mitad disparará de modo más claro (y, convengamos, entretenido) el costado de relato de acción y aventuras que uno, mínimamente, espera en este tipo de películas. Allí habrá huidas, persecuciones, combates y «la especialidad de la casa»: escaparse de esos gusanos gigantescos que avanzan como aspiradoras subterráneas desde lo profundo de las dunas que rodean el planeta más marrón de todos los planetas en la película más marrón de todas las películas desde LAWRENCE DE ARABIA.
Quizás, más que atravesar sus tedioso-majestuosas dos horas y media de duración, sea interesante analizar los temas que trabaja DUNA, que cambian según las épocas y que ahora parecen estar enfocados, desde el guión al menos, en establecer más que nada comparaciones entre lo que se vive ahí con las guerras en Medio Oriente ligadas a la explotación de recursos naturales (petróleo, gas, etcétera) y desmadre ambiental de parte de las grandes potencias. Los Atreides, en cierto punto, intentan ser una suerte de mediadores en ese conflicto y hasta hay un recorrido a lo DANZA CON LOBOS que puede adjudicársele al viaje mesiánico del muchacho. Convengamos que se trata de una Casa inusual la de los Atreides, al punto que sus guerreros principales –y mentores del joven, encarnados por Josh Brolin y Jason Momoa– son también poetas, músicos y, caramba, a uno de ellos se le da hasta por hacer las únicas bromas que hay en toda la película.
Difícil imaginar que DUNA vaya a convertirse en una franquicia a lo EL SEÑOR DE LOS ANILLOS. Villeneuve no tiene el músculo cinematográfico/narrativo pop de Peter Jackson y el guión no logra transformar algo supuestamente infilmable, como lo era la saga de Tolkien y lo es la de Herbert, en algo narrativamente vivo y activo como lo fue aquella trilogía. Será, más bien, amiga de cierto prestigio que este tipo de adaptaciones lujosas proveen al espectador que espera ver «algo más que una película de aventuras». Pero tengo mis dudas si logrará salir de ese nicho para transformarse en el evento cultural/popular que pretende ser. Odio tener que volver a aquella famosa frase que Borges usó para referirse a EL CIUDADANO, pero es la mejor definición posible para esta película: «Adolece de gigantismo, de pedantería, de tedio.» Se la puede apreciar, admirar, uno puede debatirla en una mesa de amigos, pero difícilmente den ganas de verla varias veces. Es como ese libro gigante y lujoso de fotografías que alguien nos regala, miramos una vez y ponemos en la mesa del living, pero jamás volvemos a abrir.