LA POMPA
Hay un momento particularmente curioso en Duna. Allí vemos al personaje de Oscar Isaac reclamarle a aquel que interpreta Josh Brolin que ponga una cara sonriente. Este responde con un rictus particularmente serio: “Esta es mi cara sonriente”. Se trata de un chiste, uno malo, pero chiste al fin, en una película en la que el humor parece vedado. Como momento de humor además es raro, porque dentro de la lógica de la película no parece tener mucho sentido. El personaje de Brolin no es menos sonriente que casi cualquier otro personaje del film. Esto sucede básicamente porque casi todos en Duna están sumamente preocupados o sumamente alarmados por algo: un sueño, una guerra, un familiar secuestrado, lo que sea. Y no parece haber una sola escena donde esa seriedad no tenga que ser señalada de forma impostada, con una musicalización en general acorde. La única excepción a esto es el personaje de Jason Momoa. Acaso por la propia expresividad irónica del actor y su fisonomía de actor de acción trash de los 80, Momoa parece una brisa fresca en una película que ha decidido tomarse más en serio que nunca. Será por eso que la película decide darle una muerte trágica y sacrifical en medio de una musicalización altisonante, como señalando que ese estilo de interpretación descontracturada es casi un accidente dentro de un mundo regodeado en su solemnidad.
Que se entienda, no es que reniegue particularmente de que una película sea muy solemne, ni siquiera de que una película de aventuras lo sea. Incluso diría que en medio del reinado de la cada vez más irritante liviandad marveliana, la apuesta por una superproducción con personajes que no buscan la empatía inmediata y una abierta búsqueda filosófica puede ser interesante.
Pero siempre hay un problema con este tipo de propuestas, y es que la solemnidad hay que ganársela. Construir un relato que nos convenza de que podamos tomárnoslo tan en serio, sea por sus conceptos o por la profundidad de sus personajes. Sería un mínimo requerimiento si vas a despojar tu película de uno de los rasgos más inteligentes que puede haber en el ser humano como es el humor. Pero Duna no tiene eso. Acá nadie deja de encarnar un estereotipo mil veces visto, ningún pensamiento deja de ser expresado en líneas de diálogo cuya sutileza es la de un terremoto.
Quizás entonces ese respeto pueda ser ganado por el imaginario visual. Pero acá es donde la película vuelve a fallar. Duna resuelve varias de las escenas oníricas con una estética publicitaria, carente de todo misterio o ambigüedad. Además posee un montaje insoportablemente lento, que se enamora de grandes planos generales regodeados en un diseño de producción apenas interesante.
Posiblemente en ese amor por un montaje lento pueda rastrearse la influencia de Lawrence de Arabia, la obra maestra de David Lean en la que Villeneuve dijo basar mucho de su estética. Lo cierto es que la película de David Lean está entregada a una narración espectacular pero nunca inútilmente ostentosa. Lean, como Villeneuve, también amaba los planos del desierto y su montaje era particularmente lento cuando tenía que filmarlo. Pero allí estábamos ante escenarios reales, en los que sentíamos a sus personajes realmente trasladándose con enorme esfuerzo de una punta a la otra.
En Duna sobresale, como pasa con casi todas las grandes producciones actuales, el exceso de CGI, y antes que sentir el calor o la épica del desierto, lo que se siente es el derroche de computadoras, dineros invertidos y un director embriagado en su autoimportancia.
La versión de Duna de David Lynch podía ser muy fallida -aunque hay una minoría resistente que sigue insistiendo en que es una obra maestra maldita- pero al menos resultaba algo distinto, un experimento donde se intentó que un director obsesionado con personajes extraños y perturbadores y planos enrarecidos nos contara un relato de aventuras.
Duna, en cambio, es menos un experimento que un film muy profesional y prolijo, que a lo sumo quizás constituya lo que hoy se entiende como una superproducción mainstream adulta. Es decir, un film que por su solemnidad no podría ver un chico, pero que en rasgos generales tiene todos los elementos de cualquier película de superhéroes de medio pelo. Mucho digital, bichos raros, un villano muy villano y un héroe ingenuo que va creciendo frente a nuestros ojos. También, de paso, un final con cliffhanger que nos hace esperar una secuela. Es como si Villeneuve, en suma, nos hubiera llevado al Teatro Colón, hubiera preparado una gran orquesta y nos hubiera obligado a vestirnos de gala, para terminar viendo a un señor muy serio que, tomando una galera, nos quiere impresionar sacando un conejo.