Dunkerque

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Tenso juego de supervivencia. Ni una reflexión sobre la locura, la ambición y la muerte como puntos de partida y de llegada de toda guerra (Apocalipsis now, La delgada línea roja), ni un cuestionamiento al militarismo (Kubrick), ni una parodia (Altman, Tarantino), ni la recreación didáctica de un episodio histórico: lo que Dunkerque procura es que el espectador experimente la desesperación de estar en el frente de batalla, luchando denodadamente por preservar la propia vida. Es por ese camino, ya emprendido por Spielberg, Eastwood y algún otro, que transita Christopher Nolan (1970, Londres, Inglaterra); claro que lo suyo es menos sanguíneo y de una exaltación del héroe anónimo más fría, podría decirse que más inglesa.
En Dunkerque hay tres instancias argumentales que se cruzan todo el tiempo, en el marco de la Segunda Guerra Mundial: las penurias de un joven soldado (el inexpresivo Harry Styles, cantante de One Direction) huyendo a duras penas de los ataques del enemigo nazi en el pueblo francés que da título al film; la travesía de un hombre (Mark Rylance, el ganador del Oscar por Puente de espías), su hijo y un amigo de éste intentando colaborar con la causa desde una embarcación civil; y la proeza de un piloto británico (Tom Hardy, que apenas muestra la cara) aliado de los franceses. Textos sobreimpresos indican cuánto dura cada suceso (una hora, un día, una semana), aunque la sutileza de igualar esos espacios de tiempo se diluye con el montaje paralelo por el que se va alternando entre unos y otros personajes. Las referencias históricas e intereses en juego aparecen desdibujados, con un comandante (Kennet Branagh) deslizando en voz alta algunos datos sueltos.
Los territorios por los que se mueven cada uno de ellos también son distintos: la tierra, el mar, el cielo. El recorrido del combatiente casi adolescente, sorteando bombardeos y peligros varios, está expuesto con gran tensión y un despliegue de elementos (extras, decorados) a los que nunca se les cede el protagonismo: importan el miedo a cada paso, la cercanía del fuego y las balas, los vínculos esquivos en medio del caos. Los arriesgados planeos del aviador llevan a adoptar su punto de vista, a menudo torciendo el plano y acercándose a la estética agitada de un videogame (la primera secuencia de la película tiene también bastante de eso). La aventura de los tres hombres surcando un mar embravecido y celeste tiene una dosis mayor de humanidad, tal vez por el simple hecho de que se trata de civiles bienintencionados implicándose, casi desprotegidos, en esa cruel batalla; de todos modos, dos o tres sucesos que interfieren en su trayecto y que podrían haber permitido la exteriorización de emociones legítimas, se resuelven con planos cortos y dureza en los actores. Permanentemente se percibe el miedo a resultar herido, al dolor, al sufrimiento, pero los escasos recuerdos familiares de los que se habla están vinculados a la idea del honor y el heroísmo militar. Tampoco hay manifestaciones de afecto, niños ni mujeres en el universo medio inmutable que propone el film.
Esto último responde a esa cualidad de Nolan (Batman, el caballero de la noche asciende, Inception, Interestelar) de estar más atento a la perfección de los movimientos maquinales que a las personas. Aviones y barcos ocupan espacios privilegiados en Dunkerque, que funciona casi como un mecanismo o un engranaje por el que los hombres circulan rápida, exasperadamente. La fotografía distante, obra del sueco Hoyte Van Hoytema (de notables trabajos para películas como Her y Déjame entrar), y la música de Hans Zimmer (que parece integrar ritmos marciales con la respiración agitada de los contendientes), responden a ese modelo de cine que debe su fuerza a la brillantez técnica, las ambiciones de grandeza, el lustre de sus formas y la severidad de sus máscaras.