Cuando el tiempo cuenta más que nunca.
La nueva película del director de Memento e Interestelar vuelve a trabajar con paralelismos temporales, pero en este caso no al servicio de un relato fantástico, sino de un episodio bélico constitutivo de la identidad británica, al que le aporta espectacularidad.
La Batalla de Dunkerque es un hecho clave no solo dentro de la Segunda Guerra Mundial, sino también dentro de la construcción de la identidad británica. O, al menos, del imaginario en la que esta se sostiene. Tuvo lugar a menos de un año de iniciada la contienda, desde el 26 de mayo hasta el 4 de junio de 1940, cuando las fuerzas armadas de la Alemania nazi de un solo golpe se disponían a tomar Francia y humillar al reino de las islas, principal rival en la disputa del poder en Europa. El poderío germano era tal que ni la alianza de las otras dos grandes potencias del viejo continente alcanzó para detener su avance. El territorio francés fue cayendo y las tropas que aún resistían eran cercadas contra la costa en Dunkerque, pequeña ciudad que es uno de los puntos de mayor cercanía entre el continente y las islas. Lugar doblemente estratégico en tanto significaba aplastar a Inglaterra en sus propias narices y conquistar un punto para el siguiente paso en la campaña de Hitler: invadir las islas y dominar Europa.
En ese punto comienza la última película del británico Christopher Nolan que lleva por título el nombre de ese pueblito del norte de Francia. Con una escena de inicio ágil y elocuente, demostrando gran precisión fotográfica, Nolan sigue a un pequeño escuadrón de soldados ingleses sorprendido por el fuego enemigo en una calle de Dunkerque. En la huida desesperada, los chicos (porque eso son) van cayendo de a uno y la cámara se queda con el único sobreviviente, que tras ser recibido por la última línea francesa, llega a la playa donde cientos de miles de soldados británicos hacen filas y filas esperando ser rescatados para volver a la patria. Humillados, vencidos, sometidos por el terror alemán.
Terror es una palabra clave de en el relato de Dunkerque. Es lo que el director intenta transmitir reconstruyendo los ataques permanentes de la Luftwaffe, la fuerza aérea del Reich, sobre esas playas donde los ingleses aguardaban por su rescate casi sin defensa. Terror es lo que busca y terror lo que consigue. Nolan recrea el Blitzkrieg de los famosos aviones Stuka, conocido por el relato de muchos ex combatientes de la Segunda Guerra, utilizando todos los recursos que el cine pone a su alcance. Primero el sonido, los aullidos crecientes de los aviones cayendo en picada sobre la playa. O el fuera de campo: las caras de horror que van apareciendo en la multitud de chicos con uniforme que se amontonan contra el mar, buscando en el cielo el perfil aún invisible de los bombarderos. Y cuando estos al fin aparecen entre las nubes, la corrida inútil, porque en la arena no hay a dónde huir. Las bombas, los cuerpos volando y después volver a hacer las filas como si nada, como si los cadáveres de los compañeros no estuvieran ahí. Y de vuelta a esperar.
Nolan hace buen uso del fuera de campo, evitando mostrar al ejército alemán más allá de sus avatares aéreos, acentuando la sensación de miedo por aquello que apenas puede ser visto. Y maneja con pericia el tiempo narrativo, obsesión que ya estaba en Memento (2000), El origen (2010) o Interestelar (2014). A diferencia de algunos de esos ejemplos, acá consigue que el recurso elegido no se vuelva una trampa. El director indica la distancia temporal que separa a Dunkerque de Gran Bretaña, según se la cubra con los aviones Spitfire que el Reino Unido manda para asegurar la retirada (una hora); en los barcos civiles enviados para apoyar la evacuación, ya que las bombas alemanas hundían cualquier nave de guerra dispuesta para tales fines (un día); o lo que demorarían los soldados en salir de Francia si debieran esperar en sus filas hasta encontrar lugar en los buques de la Marina (una semana).
De ese modo sigue al soldado que sobrevive en la primera escena, a un hombre que con su hijo se dirige a Francia con su barquito para participar del rescate (la famosa Operación Dinamo, que involucró civiles) y al piloto de uno de los aviones británicos. Cada relato tendrá su tiempo, acorde a la escala real mencionada, y sus líneas se irán cruzando de modo que ciertos detalles aparecerán de manera repetida según el punto de vista de cada una. Pero aunque las tres avanzarán de manera independiente, también se irán empatando hasta confluir todas juntas en un gran final de marcado e inevitable tono emotivo. Esa es la proeza de fondo de la película, pero que esta vez Nolan consigue poner al servicio de la eficacia narrativa y no al revés. Por desgracia Dunkerque adolece de un acento patriotero muy notorio sobre el final, una búsqueda de impacto sensible tan innecesaria como predecible.