Dunkerque

Crítica de Santiago Armas - Cinemarama

El fragor de la batalla

Con Dunkerque, ese director tan amado y odiado por partes iguales llamado Christopher Nolan encontró finalmente el material que realza sus virtudes por encima de sus debilidades. Desde su debut con Memento, allá por 2001, a Nolan se lo ha elogiado y criticado debido a lo excesivamente rebuscado de sus argumentos y al tono serio y solemne de sus películas (no por nada hizo tres de Batman, el superhéroe más torturado de todos). Alternando escenas de una belleza cinematográfica imponente, como los edificios doblándose de El Origen o los viajes espaciales de Interestelar, con diálogos demasiado explicativos sobre la lógica interna de su universo, además de los saltos temporales y rompecabezas narrativos, a veces parece que el Nolan talentoso luchara contra su peor versión, obsesionada por el truco de guion fácil. Pero, por suerte, en este caso, cuando narra la evacuación y el rescate de trescientos mil soldados británicos durante la Segunda Guerra Mundial (la llamada Operación Dinamo, bautizada por Winston Churchill), el Nolan talentoso ganó la batalla.

Lejos de valerse de diálogos explicativos sobre lo que estamos viendo, en Dunkerque Nolan confía plenamente en el poder de las imágenes y nos adentra desde el inicio en el verdadero infierno del campo de batalla, con las primeras escenas mostrando a un pequeño batallón de soldados aliados en una calle desierta mientras escapan de unos disparos que no se sabe de dónde llegan. Pero no estamos aquí ante una carnicería de cuerpos mutilados al mejor estilo Rescatando al soldado Ryan o Hasta el último hombre, ya que el director decide contar este evento como si fuera una película de suspenso, mostrando a los nazis como una amenaza fuera de campo, casi sobrenatural, especialmente cuando aparecen los aviones de la Luftwaffe a punto de comenzar un bombardeo aéreo o los submarinos alemanes lanzando misiles a los buques de guerra ingleses. En este sentido, es impresionante el trabajo de Nolan con el sonido ambiente combinado con la música de Hans Zimmer, que con su pulsión constante parece casi indistinguible de los ruidos diegéticos provenientes de lo que vemos en pantalla (el constante tic tac que suena de fondo ayuda a generar una sensación de agobio constante).

En cuanto a la estructura narrativa de Dunkerque, Nolan, que no puede con su genio, optó por desarmar el argumento en tres líneas temporales (los eventos en el muelle toman una semana, en un barco, un día, y en el aire, una hora). Quizás este sea el aspecto más polémico del film, y lo que usen como excusa los detractores del director para seguir pegándole por insistir con su obsesión con el tiempo, pero hay que reconocer que, si bien esa estructura en pasajes distancian al espectador de lo que está viendo, su impacto final, cuando las tres lineas se encuentran, es innegable. Más allá de sus caprichos, Nolan entendió que el cine se vale más de momentos de grandeza épica que de adivinanzas de guion y así, todo el final, después de ese plano de un Spitfire sobrevolando la playa con el motor apagado y la llegada de los barcos civiles a rescatar a los soldados varados, uno sale con la impresión de que el cine, como experiencia física y visceral, es mucho más fuerte que cualquier guion de relojería. Y Dunkerque es puro cine.