En 2017 se estrenó Duro de cuidar, una comedia de acción que funcionaba porque se enorgullecía de sus excesos. La forzada alianza entre un experto guardaespaldas y un criminal desquiciado dejaba a la vista, en clave de parodia descarada y ultraviolenta, unos cuantos clisés del policial contemporáneo. Como muchos creyeron que la historia daba para más llegó esta secuela inevitable, que terminó revelándonos un gigantesco equívoco. Todo había sido dicho en la película original, tan recargada que dejó exhaustos de ideas y de energías a quienes concibieron este regreso.
La primera Duro de cuidar tenía bastante mordacidad y los personajes sabían reírse de su propia desvergüenza. Si la idea era repetir (y recargar) la fórmula nada de eso funcionó. La secuela es un desfile de rutinas desganadas, chistes gastados, una narración con saltos y cambios de tono inexplicables y mucho ruido. Al ser todo tan gratuito, el desparpajo de la primera aventura se transforma aquí en pura vulgaridad. El cotizado elenco transpira la camiseta, pero está a la altura del contexto. Basta comparar a este pálido Ryan Reynolds con el de Free Guy. Queda el modesto disfrute de algunas panorámicas con bellos escenarios europeos (la campiña italiana, sobre todo) y de unos pocos chistes bien colocados; el mejor de ellos aparece después de los títulos finales.