¡GRANDE, PA!
DURO DE MATAR (DIE HARD, 1988) probablemente es, sea y siempre será la mejor película de acción de la historia. No por nada Joey y Ross de “Friends” gritan en unísono su nombre o la ven dos veces seguidas por la simple razón de que el bruto Tribbiani alquiló la 1 repetida, en vez de la 1 y la 2 (“Oh, well we watch it a second time and it’s DIE HARD 2!”). Sus escenas de acción, su irónico sentido del humor, su villano y su héroe son insuperables, pero eso no quita el hecho de que Hollywood haya intentando repetir esos elementos en una saga de secuelas sólidas y entretenidas, pero nunca a la altura de la primera. La quinta de esta serie, DURO DE MATAR: UN BUEN DÍA PARA MORIR (A GOOD DAY TO DIE HARD, 2013), no es la excepción, pero si presenta algunos factores que hacen que la franquicia siga manteniéndose fresca y, aparentemente, inagotable. Uno de esos factores es el personaje del hijo de John McClane (Bruce Willis, más arrugado pero ¡aun de 10!), Jack (Jai Courtney), un agente de la CIA que, durante un operativo en Moscú, es atrapado y enviado a prisión. Su padre viaja hasta allá para sacarlo, pero termina involucrado en la misión de su primogénito - la de proteger a un ruso dispuesto a atestiguar contra un empresario maloso -. Los realizadores supieron explotar bien a Jack (un espía) ya que es el primer compañero de aventuras que, a nivel físico, realmente está a la altura del protagonista - perdón por Samuel Jackson (un hombre común) y Justin Long (un nerd), pero es verdad -. Si bien nunca llega a ser tan carismático, ambos comparten una buena química y simpáticas escenas familiares (muy indianajonesnianas), y hacen que las secuencias de acción sean (ahora sí) doblemente explosivas.
Como un buen hijo, DURO DE MATAR: UN BUEN DÍA PARA MORIR intenta ser la viva imagen de su padre, la primera parte. Así es como regresa un poco a sus raíces y se agradece que sea más violenta que su predecesora (la 4ta, apta para mayores de 13), o que nos devuelva al Willis puteador que tanto amábamos. Y pese a que no hay escenas de acción muy memorables (dejando de lado la del camión colgado del helicóptero, es más que nada un tiroteo tras otro, con un persecución o una explosión en el camino), estás se presentan atractivamente como más toscas, clásicas, sin tanto CGI (al menos en la primera mitad) y poco limpias. Para lograr esto, el director John Moore tuvo que unirse a la franquicia y aportar en ella eso que en MAX PAYNE (2008) se olvidó de poner. Descartando su amada cámara lenta, todo aquí es frenético y electrizante. Antes de entrar de lleno en la narración, se siente como que aquel estilo cuasi-documentalista promete marearte durante hora y media, pero no lo hace. Le da un aire novedoso y un toque de furia, adrenalina y realismo que la vuelven la entrega más interesante, visualmente hablando.
Pero si pensamos en su guión, es otra cosa. La trama de “protejamos al testigo” es algo reciclado de incontables otras cintas de acción; el potencialmente carismático villano está desperdiciado; la brusca vuelta de tuerca final no le hace bien a la historia; hay algunas soluciones fáciles en el relato y la entrada del personaje de Willis a la trama está algo forzada (lo que hace que a veces se sienta más como una película de McClane Jr.). Pero jamás aburre y jamás rompe el verosímil que fue construyendo en cada secuela. Porque si creen que John a veces actúa como un demente o que es tan duro de matar que se hace imposible de creer, es porque no lo recuerdan saltando desde un edificio estallando, con una manguera atada a su cintura; haciendo explotar un avión con un encendedor; caminando por las calles de Harlem con un cartel de "Yo odio a los negros" o derribando un helicóptero con una patrulla de policía por la simple razón de que se le habían acabado las balas. Las reglas del mundo de McClane no solo siguen intactas… ¡se amplían!
Así como DURO DE MATAR 4.0. (LIVE FREE OR DIE HARD, 2007) exploraba la relación entre John y su hija (Mary Elizabeth Winstead, quien aquí vuele en un pequeño papel), este nuevo film profundiza un poco más en eso. Pero, como no hay mucho tiempo para el drama familiar, las disputas entre John y Jack se resuelven rápidamente. Esto puede hacer parecer al film perezoso o chato, pero lo cierto es que las pocas escenas que comparte el dúo hablan lo suficiente de ellos, su relación y de lo que es ser un McClane. Ese apellido significa que no son de las familias que se abrazan sino de las que son buenas matando a los malos. Además, el film dura solo 97 minutos y hay que mantener entretenido al público sediento de acción (y asientos con portavasos). Llegando al final, DURO DE MATAR: UN BUEN DÍA PARA MORIR se toma solo 4 o 5 minutos para decir todo lo que quiere decir y, de paso, explicar su título: McClane padre le dice a su hijo que, a pesar de todas los mierdas que tuvieron que enfrentar a lo largo de 24 horas, ese fue un buen día ya que pudo compartirlo con él. Sabe que no morirán. Pero, si llegara a pasar, ¿qué mejor manera de hacerlo que junto a un hijo que acaba de decirte que te ama? Obvio, está muy lejos de ser la mejor de la saga (solo supera a la 2), pero nunca deja de divertir. Y eso es exactamente lo que buscamos en films como estos. Eso sí, esta secuela demuestra que DURO DE MATAR de a poco va dejando de ser acción y nada más para convertirse en el retrato de la vida de un hombre y su legado. Pero no cualquier hombre. El más duro de matar, ya saben.