Digno eslabón de una saga de 25 años
Una vez más, Bruce Willis es John McClane, un teniente de la policía de Nueva York que resulta ser la persona indicada en el lugar y momento menos indicado. Ahora debe salvar a su hijo, acusado de asesinato en Rusia.
El recurso simple y efectivo siempre fue el mismo: seguir al hombre indicado en los lugares y momentos incorrectos, esto es, mostrar al teniente John McClane (Bruce Willis) como un héroe a su pesar, un personaje dispuesto a hacer lo correcto por distintas causas bajo una idea rectora e inamovible de la justicia.
Con el paso de los años, después de velar por la seguridad de su esposa Holly –primero en Los Angeles, después en el aeropuerto Dulles de Washington–, y de enfrentar la venganza del hermano del terrorista muerto en el famoso Nakatomi Plaza del comienzo de la saga, la franquicia volvió a la familia cuando McClane luchó como sólo él sabe hacerlo contra un hacker psicópata que tenía de rehén a su hija Lucy (Mary Elizabeth Winstead). Ahora, dentro de una lógica de hierro, el policía maltrecho y más viejo, va en ayuda de su otro retoño, Jack (Jai Courtney).
El muchacho ya es un muchachón y después de meterse en varios líos, el bueno de John le perdió el rastro hasta que le informan que está detenido en Rusia, acusado de asesinato. Y ahí va el padre, con la comprensible recomendación de su hija Lucy de que averigüe qué pasó con Jack y que, sobre todo, no provoque un desastre internacional con su habitual manera de resolver los problemas. Por supuesto, lo sabe ella y lo sabe el público, es una advertencia inútil.
Lo que sigue es un disparate mayúsculo, en donde Jack se revela para propios y extraños como un agente de la CIA infiltrado, que protege a Komarov (Sebastian Koch), un informante de los Estados Unidos, que va a revelar lo que sabe y así impedir el ascenso de un antiguo camarada, corrupto hasta la médula, que juega en las grandes ligas de la política rusa. Sin embargo, las intenciones de Komarov no son para nada transparentes y el nudo del asunto se encuentra en la tristemente célebre Chernobyl, que alberga el valioso arsenal nuclear de la ex Unión Soviética.
El director John Moore (Max Payne, Tras líneas enemigas) hace lo que tiene que hacer y entonces Duro de matar: Un buen día para morir abandona cualquier pretensión seria, fuerza al máximo el verosímil, le dedica unas pocas líneas de diálogo al hijo rebelde –como para justificar el conflicto y dejar en claro que está hecho de la misma madera que el padre–, se concentra en algunas memorables escenas de acción, pero por sobre todo en McClane, un personaje inoxidable, el famoso hombre común enfrentado a circunstancias extraordinarias, de vuelta de todo capaz de mantener un diálogo recriminatorio con su hijo mientras dispara una gigantesca ametralladora y deslizar un resignado “Estoy de vacaciones”.
Luego de seguir por un cuarto de siglo las aventuras de John McClane, la última entrega es un digno eslabón de una saga atiborrada de adorables lugares comunes. «