"No estamos en 1986"
(Rasha Bukvic, A Good Day to Die Hard, 2013)
La quinta entrada en la franquicia Die Hard tiene un serio problema de tiempos. La evolución de la acción de los años recientes ha excluido a los personajes como John McClane de la lista de posibilidades, al menos en la forma en que se lo ha pintado en sus últimas películas. Con las adaptaciones de cómics a la cabeza y un género que se debate entre la acción calculada de las Bourne, la autoparodia de los héroes de los '80 o la seriedad con que se plantea a los films de Liam Neeson, un sujeto inconsciente de lo que sucede a su alrededor –pero feliz de poder disparar su arma- ha quedado atrasado. Ese es el principal inconveniente de A Good Day to Die Hard: el caer de bruces ante el mismo planteo de la cuarta por no terminar de comprender a su protagonista.
Desde ya que los problemas abundan en distintas áreas de la producción, no obstante es factible sostener que todos se deben a una premisa general: la comodidad. Todos los esfuerzos parecen haber tendido hacia un único horizonte, el lograr algo superior a la antecesora. Y si bien puede afirmarse que lo logra, es en ese mínimo cumplimiento de las expectativas donde se rastrea todo lo que la convierte en una producción mediocre.
Director y guionista, John Moore y Skip Woods, la están remando desde hace tiempo. Sufren del mal de aquellos que logran un buen trabajo inicial –la aceptable Behind the Enemy Lines el primero, la muy buena Swordfish el segundo-, para después batallar con producciones de alto calibre que no sólo no están a la altura de las circunstancias, sino que dejan mucho que desear –Max Payne y X-Men Origins: Wolverine, respectivamente, como los claros ejemplos-. La ecuación en esta oportunidad es simple: recuperar a los rusos, dejar a un lado la era digital, volver al lenguaje restringido y que la acción se apodere de la escena. Quizás funcione, sí. ¿Pero qué hay de McClane?
El icónico personaje siempre se caracterizó por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, aspecto que el guionista y el director explotan al punto de convertir a Bruce Willis en un acompañante. No hay un solo punto de la película en que sea él quien domine la situación, porque básicamente no entiende nada. Él es un actor de reparto de cara a los villanos o a su hijo, él sigue la corriente armado hasta los dientes, con alguna corazonada ocasional, pero sin terminar de comprender qué es lo que ocurre. El avance de la franquicia hizo a un lado lo que convertía a la Die Hard original en una película de acción inteligente. No se le plantean serios desafíos a los protagonistas y los componentes dramáticos son nulos, la concentración se pone exclusivamente en las persecuciones, el tiroteo y las explosiones, convirtiéndose de a poco en un producto más del montón.
A Un Buen Día Para Morir le faltan cinco para el peso. En la línea del género que se presenta, la producción cumple, más allá de que la floja dirección de Moore –tomen nota de cómo gasta los silencios por usarlos cinco o seis veces- no termine de hacer relucir los millones invertidos. La idea básica del rompan todo que algo va a salir, funciona, aunque las secuencias de acción no acaben de compenetrar a un espectador que ve cientos de autos destruidos pero sin experimentar del todo la adrenalina. Los one-liners están, como corresponde, pero sin llegar a cumplir la cuota de humor que una película así necesita. El cowboy de Willis se merece un descanso. O al menos un replanteo profundo de si este es el McClane que se quiere.