La familia McClane: quinta parte
John McClane fue probablemente el primer héroe plenamente individualista, sin vueltas ni culpa del cine de acción estadounidense. Sus acciones ya no tenían como telón de fondo motivaciones vinculadas a la patria, la nación, la política o enemigos políticos de los Estados Unidos (como podían presentarse en films como Rambo, Desaparecido en acción o Comando), sino que estaban motivadas en lo más cercano y personal para el protagonista. En Duro de matar y Duro de matar 2, el objetivo era salvar a su esposa; en Duro de matar 3 – la venganza, era una represalia directa hacia su persona; en Duro de matar 4.0, todo terminaba pasando por rescatar a su hija; y ahora en Duro de matar: un buen día para morir, es su hijo el que está en problemas.
Y como siempre en la saga de Duro de matar, McClane no sólo tiene que salvar literalmente al otro o a sí mismo, sino también recomponer su imagen para con los demás y consigo mismo. Lo suyo es la redención personal a través de la acción, inmolándose físicamente para recomponerse moralmente, porque es un tipo que fuera del trabajo, en la quietud que demandan el matrimonio o la paternidad, no da pie con bola. Aquí la novedad pasa porque el hijo no es una simple víctima y/o rehén, sino un espejo suyo más joven. Y cuando McClane vaya a Moscú a sacarlo de la cárcel, pensando que es un vulgar criminal, se encontrará con que el muchacho es un espía de la CIA y que está metido en una gran conspiración que podría adquirir carácter global. Si antes tenía a alguien a quien salvar, contando con la ayuda de algún compañero improvisado (Samuel L. Jackson y Justin Long, por ejemplo, en las dos últimas partes), aquí la posición de rehén se va disolviendo en la de compañero.
Es así como Duro de matar: un buen día para morir se convierte rápidamente en una especie de buddy movie, esas típicas películas de acción con parejas disparejas, unidos a regañadientes por las circunstancias, que empiezan odiándose hasta que finalmente consiguen entenderse, subgénero que supo patentar con eficacia Arma mortal. Sólo que aquí todo el vínculo está transitado por las tensiones familiares propias de una familia de rudos como son los McClane. El film va mutando entonces en una comedia dramática familiar, donde los lazos se irán recomponiendo en el medio de los tiroteos, las explosiones y las piñas, sin ningún tipo de delicadeza (en una escena, luego de que el padre arroja una bomba que causa un tremendo estallido, el hijo le dice, obviamente a los gritos, “¡guau, que sutil!”).
Apuntar a este esquema no tiene nada de malo, pero se necesita a un realizador con cierta capacidad. Y lo cierto es que John Moore (que hizo porquerías como Tras líneas enemigas y Max Payne, y sólo tiene en su haber algunos momentos rescatables de El vuelo del Fénix y la remake de La profecía) es un director sin talento para la narración, con cero sensibilidad y a lo sumo algunas ambiciones estéticas. En consecuencia, Duro de matar: un buen día para morir tiene poco para decir desde sí misma y se dedica a vivir de las anteriores entregas, comportándose en modalidad repetición, tal como hacía la segunda parte dirigida por Renny Harlin. Hay una excesiva recurrencia a los chistes y líneas ingeniosas de McClane y todo se nota demasiado calculado para captar la complicidad de los fanáticos de la saga.
Eso no significa que Duro de matar: un buen día para morir sea mala, porque los cimientos construidos por sus predecesoras son tan sólidos que es realmente muy difícil arruinar a ese gran personaje que es McClane (al que Bruce Willis vuelve a interpretar de taquito). Sin embargo, se le nota mucho su carácter de mera secuela y relato de transición hacia lo que podría ser el retiro del personaje en la sexta (¿y última?) parte. De las audaces reflexiones sobre las corporaciones; una era donde el crimen ya no está motivado por la política sino por el mero afán de lucro; o las instituciones de seguridad inoperantes sólo quedan simples superficies. Lo que sí sigue importando es la familia.