Aunque no se trata de un fenómeno meteorológico, tampoco queda claro qué es Eclipse. La palabra “movie” se le puede aplicar si nos atenemos estrictamente a algo de lo que sucede con sus planos: se mueven, no es fotografía entonces. Es decir, sin siquiera aspirar a ello, prácticamente por inercia, Eclipse podría asemejarse al cine aunque más no sea por aproximación. Eclipse es demasiado cauta, no ya para ser cine sino para constituir algo medianamente relacionado con el arte. Como tercera parte de una famosa franquicia, autosuficiente y estática, apenas se deja estar y con eso le basta: cuando el sistema da resultados tan contundentes (en el terreno que se quiera), para qué mover una pieza, para qué inquietar a nadie. El técnico que triunfa tiene asegurado el puesto.
A Bella se la disputan dos chabones; cada tanto uno se convierte en vampiro y el otro en lobo. Parece inamovible, eso, y seguro que continúa en la siguiente parte. La figura geométrica de Eclipse es el triángulo y su dispositivo narrativo es el de la espera, el de la dilatación permanente del tiempo. El deseo se cuece en la expectativa que los seguidores de la película ya conocen a esta altura de sobra: cuándo se saca la remera el hombre lobo, cuándo se besan Bella y el hombre vampiro. Bella ama al vampiro y el lobo la ama a ella: interpretada por Kristen Stewart, que está más linda que comerse de parado una porción de pizza en Banchero, Bella es el centro de la película y hace las veces de una adolescente arquetípica, que debe lidiar entre su deseo y las restricciones que se le imponen.
En algún punto, Eclipse es en sus tres cuartas partes una maquinaría casi perfecta al servicio del deseo que no termina de consumarse (porque la franquicia debe seguir su marcha, impulsada por una moral arcaica que funciona menos como una prescripción que como un resorte narrativo). Igual que en un telenovelón de otras épocas, en Eclipse abundan los primeros planos de un modo que podría resultar insólito si los seguidores de la saga estuvieran para entretenerse con exquisiteces semejantes. Por momentos, la película es un desfile de caras serias: en Eclipse nadie sonríe ni de casualidad, acaso para sugerir, en otro de los movimientos de simulación que la película practica, que se está ante un drama de proporciones oceánicas, casi como si fuera una novela victoriana (con sentido de la oportunidad, la película acaso advierte que de una cierta moral se puede extraer la impostura de una dramaturgia que la acompañe).
Eclipse se despliega en una serie de imágenes apáticas, graves, cuya abulia general se ve ocasionalmente interrumpida por dosis escuálidas de suspenso que, en la economía perfectamente controlada de la película, hacen las veces de erotismo. Por ejemplo a veces, si uno tiene buena voluntad, se puede adivinar la raya de Bella cuando la llevan a cuestas y el jean que se le desliza un poquito hacia abajo deja al descubierto una porción ínfima de piel. Qué ligera, graciosa y libre sería esta película si sobre el mismo rígido esquema de porquería se aplicaran algunos ajustes oportunos. Que Kristen Stewart se deje de amagar y termine de escandalizar a su anticuado novio el vampiro sacándose toda la ropa de una vez por todas, que exhiba por fin sus descarnados dones (desde Adventureland que el pueblo quiere saber de qué se trata); que el muchacho lobo haga lo propio, que deje de usar los puños por un rato y vuelva ciegas a las niñas con la luz inesperada de su candil, cosa que después ellas regresen a casa y no puedan contarles a sus padres que en esta oportunidad un poltergeist se metió en el guión (nada, una pavada de amor, la película, deberán decir cuando les pregunten qué tal el cine). Pero habrá que seguir soñando: los espectadores están demasiado protegidos en Eclipse, nadie verá nada inconveniente y sus progenitores, como el padre policía de Bella, podrán irse a dormir tranquilos con la virginidad de sus hijas resguardada.