El baile de las hormonas
Eclipse es una película que ya fue rodada en la cabeza de las adolescentes. Al menos, en la de todas las que, habiendo leído los cuatro mamotretos de la saga de Crepúsculo, preconstruyeron sus imágenes en la intimidad y luego fueron al cine a transformar su experiencia individual en un rito colectivo. Quizá esa sea la razón por la que la versión de celuloide de Eclipse resulta tan esquemática y no se toma muy en serio a sí misma (“esta película es más de risa que de amor” escuché decir a una precoz mini-crítica al salir de la sala), porque lo esencial no es lo que ocurre en la pantalla sino lo que pasa en las butacas, donde las chicas reviven y comparten las fantasías, los calores, los entusiasmos o las frustraciones que antes les provocó el libro.
Por eso la platea de Eclipse (perdón, es el efecto de saturación mundialista) podría asemejarse a una tribuna de de fútbol. En la película también hay dos bandos por los que hinchar: el de un vampiro romántico que le propone a Bella una vida de compromiso y castidad y el de un hombre lobo, brioso y siempre en cueros, que le ofrece una pasión más terrenal. También hay una tenue historia de competencia violenta entre chupasangres novatos y veteranos, pero eso está como de fondo, nadie le hace demasiado caso (la verdadera y única escena de miedo para las púberes, a juzgar por las risitas nerviosas escuchadas en la sala, es la de la charla de “educación sexual” paternal donde el progenitor incómodo explica a su hija superada los peligros del sexo irresponsable). Es que lo verdaderamente importante para las espectadoras de Eclipse es ver cómo la protagonista oscila entre la perspectiva de un novio de cuento o un macho latino, emitir opinión a los gritos sobre lo que está sucediendo y, en consecuencia, festejar cuando el triunfo se inclina para uno u otro bando de los galanes.
Sin embargo, a diferencia de la deportiva disciplina del balompié, acá no hay suspenso. Todas saben cómo va a terminar la historia, así que tranquilas, con el conocimiento del final, se dedican a seguir la aventura de Bella que, al menos en las dos horas que dura esta entrega de la serie, navega entre los deseos de romanticismo y de un buen revolcón, sin culpa ni, por el momento, peligro de caer en pecado. Tampoco, y se me va al demonio el paralelo con el fútbol, hay demasiado respeto por los colores: las chicas pueden ponerse alternativamente la camiseta de uno u otro equipo (la misma que aulló desesperada cuando el muchacho lobo aprieta sensual a la heroína puede, instantes después, suspirar embelesada al momento de la contraria y púdica propuesta vampirezca de matrimonio). Eclipse las atrae como el dulce a la mosca porque es para ellas un lugar seguro: Bella pone el cuerpo en la pantalla y ellas, en la platea, sus fantasías en constante guerra y contradicción, sin riesgos de ser reprobadas o de equivocarse.
Y se acaba este post y casi no hablé en ningún momento de cine, porque en este trance me siento tentada de sacar el “cinémetro” y decir que Eclipse tiene mucho de Jugate Conmigo y poco de experiencia cinematográfica, pero tengo miedo a sonar despectiva en vano, así que mejor me ahorro la opinión. Prefiero quedarme con la imagen de esas chicas que salieron tan arreboladas el día del estreno. Si Eclipse les sirvió para poner a bailar gozosamente por un rato sus hormonas alborotadas y darle una alegría a sus, por definición, traumáticas adolescencias, bienvenido sea, y dejemos que los productores sigan facturando total, ellas, de lo más contentas…