El terror que bordea el ridículo.
Es sabido, aunque suele olvidarse, por eso de que mucho cine “de género” –en particular, de géneros como el horror– sigue siendo relegado al terreno de lo escasamente relevante. Es difícil construir un universo al mismo tiempo estimulante e imaginativo, dotado de ciertas dosis de originalidad, pero con rasgos reconocibles, y lograr que todo ello resulte verosímil, al menos durante el tiempo que dura la proyección. Extremadamente difícil. Por supuesto, lo antedicho puede caer en las generales de la ley de cualquier clase de película, pero es particularmente cierto en historias como la que narra el segundo largometraje de Sergio Mazurek (Lo siniestro), que se mete –nada más y nada menos– con el terror de raigambre bíblica y metafísica. Hay en Ecuación un grupo de Mensajeros de la Muerte (así, con mayúsculas), ángeles caídos que pululan por la Tierra confundiéndose con los mortales, además de viejas profecías que parecen cumplirse a rajatabla, evangelios apócrifos que remiten al Antiguo Testamento y, por supuesto, una serie de extrañas muertes que comienzan a cercar a Hermes, un médico de un hospital porteño como cualquier otro.
Ya la primera escena, con la pérdida de un joven paciente y los intentos cada vez más desesperados del protagonista por salvarlo de una muerte segura por vía del shock eléctrico, remite a otras tantas escenas similares acumuladas en la memoria visual y sonora del espectador. Y también desnuda uno de los problemas fundamentales del film: su intensidad elevada varias potencias, por momentos al límite de la pantomima, que mantendrá a una parte importante del elenco en las aguas de la sobreactuación, sumada a un cruce de diálogos que suelen percibirse como líneas de texto declamadas y no tanto como intercambios verbales entre los personajes. La búsqueda de una explicación ante tanto hecho inexplicable es la que lleva a Hermes a acercarse a un universo invisible pero definitivamente real, que el guionista Guillermo Barrantes tomó en (auto) préstamo de uno de sus relatos, llevado a la pantalla con planos en escorzo y fotografía poco saturada que no desentona con el tono excesivo de los demás elementos formales y narrativos.
En el último tramo, cuando Ecuación regresa a su punto de partida in medias res, le llega el turno a la vuelta de tuerca y a la relectura de todo lo que ha ocurrido con anterioridad, truco de guión anclado en el ingenio que ha dado buenos y horribles resultados, tanto en el pasado remoto como en el más reciente. Lejos de la iluminación, aquí las novedades sólo traen consigo más inverosimilitud y desencanto ante las posibilidades perdidas. En los papeles, estos malditos de Dios sonaban atractivos; en la práctica, quedan reducidos a un formato de causa-efecto poco agraciado y a la posibilidad cierta de que lo irrisorio asome la cabeza en más de una ocasión. Y el terror –con o sin humor intencional– es siempre cosa seria y no anda por ahí haciendo buenas migas con el ridículo.