LA MUERTE LE SIENTA MAL
Toda vez que me toca escribir sobre un film nacional, sobre todo del que no cuente con el apoyo de un estudio grande o un multimedio, intento despojarme tanto del prejuicio como de la expectativa. Es decir, trato de asumir que estoy viendo una historia que debe conquistarme por méritos propios sin importar de dónde provenga. A lo largo de los años, la tarea ha sido cada vez menos ardua gracias a una profesionalización evidente y a una compartimentación de rubros que antes quedaba fuera de las prioridades o se menospreciaba. Hoy se puede decir que nuestro cine cuenta con excelentes directores de arte, de fotografía, maquilladores y expertos en post producción que dejan sin excusas al realizador a la hora de evaluar cómo luce su film. Sobre todo cuando se trata de alguna de las nuevas producciones de la generación de realizadores que presuntamente llegan para renovar estilos y, en caso de animarse a abordar el cine de género, de darle una nueva identidad o impronta que provoquen cierto entusiasmo con cada estreno para sus cultores. Pero paradójicamente los errores más grandes siguen cometiéndose en los guiones o en la dirección. Es decir en los recursos que se basan más en las decisiones humanas que en las técnicas. En ese sentido, Ecuación: los malditos de Dios da un ejemplo cabal de ello. Primero porque nos recuerda los problemas narrativos que suelen tener los directores debutantes o poco experimentados y la falta de recursos de antaño cuando el espectador se permitía ser bastante más complaciente. Con los costos elevados del celuloide a duras penas podría repetirse alguna toma y el resultado dependía casi en partes iguales de la cantidad de ensayos como del factor suerte al realizar las tomas. Pero con los medios y tecnología de hoy no hay tantas excusas. No hay justificación para que se pase del dinamismo de los encuadres de una primera escena vistosa (que una hora después se repite calcada como si hubiese sido parte de un teaser) y de la interesante secuencia de créditos de presentación, a la chatura bidimensional y estatismo de las siguientes imágenes. No hay explicación posible para que el personaje principal nos llene de pudor por su sobreactuación constante y la participación de los secundarios sea demolida por líneas de diálogo tristes y obvias. No hay motivo para que las situaciones que requieren del hondo dramatismo que debe generar la muerte, sean tan ridículas, de efecto fallido y hasta graciosas sin que se presuma que esa sea la pretensión. En definitiva no hay derecho en que en la era digital y del monitoreo constante de lo registrado, un director no pegue una escena, no logre conectar ni empatizar con el espectador y eso llegue fielmente reflejado a la pantalla. Disculpen si me adelanto con las impresiones pero me resultan impostergables, porque son las que sopapean al espectador sin pedirle permiso desde que comienza la proyección.
Ecuación: los malditos de Dios nos presenta al médico de guardia Hermes Vanth (Carlos Echevarría) en plena acción en momentos en los que sus pacientes comienzan a morir en número preocupante. Casi al mismo tiempo, los fantasmas de esas personas se le van apareciendo en visiones y pesadillas. Y como si esto fuese poco, para acentuar los malestares de Hermes, surge una crisis con su pareja Ana (Verónica Intile) que concluye de la peor manera. A partir de allí todo lo que le sucede al doctor Vanth forma parte de un puzzle de pistas y datos de una historia que deberá completar partiendo de una ecuación (que se le hace llegar misteriosamente) si es que pretende llegar al fondo de la verdad y comprender este caprichoso accionar de la muerte.
Los problemas con la premisa, que no deja de parecer interesante cuando se explica con pelos y señales sobre el final, es lo mal presentada que está. La cámara se apoya en Hermes todo el tiempo como si su presencia resultase cautivante y lamentablemente no se rescata un sólo segundo de la actuación de su intérprete. Las apariciones de los fantasmas son grotescas y mal diseñadas, el maquillaje es lamentable, el timing de los momentos presumiblemente aterradores brilla por su ausencia y los efectos de sonido sólo atinan a anunciar (tarde) cuando debemos asustarnos por si no resulta evidente. Los diálogos son sosos y si bien las capacidades actorales del resto del elenco son dispares (lo que indica a las claras la falta de dirección actoral), las líneas son tan pobres y obvias que atentan contra la construcción de climas. Climas que terminan siendo jocosos, como por ejemplo en el accidente automovilístico en el que la víctima atropellada parece haber muerto por la aparición súbita de una manchita roja en su camisa que podía haber sido tuco y no por los daños o politraumatismos provocados por el impacto que quedan muy poco evidenciados. O como cuando los fantasmas rodean al pobre Hermes en una escena en una escalinata desprovista de todo misticismo u horror sobrenatural para lucir como en el video de un aficionado tomado en una convención de zombies de escasos recursos. Y mejor olvidar la escena final, la que debiera desarrollar el máximo clímax pero en la que en cambio las revelaciones se recitan con la solemnidad requerida en un acto escolar mientras el personaje principal parece a punto de explotar de sobreactuación.
Es cierto que a veces el relato desconcierta, como si hubiese planos dirigidos por otro realizador o quizás por el mismo acreditado que logra pegar alguno con mínimo gusto o un toque de virtuosidad. La pena es que el combo no llega a ser algo genuinamente bizarro y que se pueda disfrutar desde otro lugar, que termine siendo un objeto de culto por lo pésimo y que gane en el rebote desde el encuentro con lo inconcebible. Pero Ecuación… lamentablemente es sólo una película de mala factura, un film que expone falencias en la dirección de actores y falta de pericia en el relato audiovisual. Una obra cuyo guión no sabe explotar una idea interesante y sólo acompaña la caída. Hace tiempo que los seguidores del género nos venimos quejando de lo mucho que Hollywood nos subestima con cada estreno -sea mainstream o de bajo presupuesto- con fórmulas que apenas se permiten jugar con las variantes históricamente exitosas. Al mismo tiempo disfrutamos de la aparición de joyas como Insidious, It Follows o la reciente No respires del uruguayo Fede Alvarez que nos llenan de regocijo y esperanza. Pero el cine argentino nos sigue debiendo algo en la materia y la idea sería pagar, no acrecentar esa deuda con ecuaciones malditas a las probablemente sólo pueda salvar Dios y su inagotable misericordia. Conmigo no cuenten, nunca fui bueno en matemáticas, mucho menos esperando milagros.