La euforia. Decir que el film dirigido por el inglés James Watkins narra la euforia de un cuerpo femenino no es algo absurdo: cuando las screaming queens se ahogan en alaridos y llantos y deciden abandonar la lucha por la supervivencia dando paso al pánico que las deja estáticas y abatidas, numerosos horror films potencian sus tensos y furibundos vaivenes centrándose en la capacidad física de esas protagonistas que hacen de sus últimos instantes de vida todo un choque de fuerzas antagónicas: sea cual sea el resultado final del conflicto, las mujeres sufrientes logran soportar el dolor provocado por todo tipo de adversidades. De allí el sentido de lo eufórico del caso: una euforia demasiado alejada de aquella referencia que implica una sensación de bienestar u optimismo, ya que Eden Lake es un trip que se estructura a partir del rabioso malestar y la profunda incertidumbre que se encarnan en los cuerpos, y que hace foco en ese otro significado que opera en relación a la capacidad de soportar el dolor provocando una imagen asombrosa de la figura femenina para superar obstáculos dentro de una situación perturbadoramente realista, hasta llegar a límites salvajes, brutales e inquietantes.
Dentro de ese salvajismo y de esa inquietud se encuentra ella: Jenny (Nelly Reilly): maestra de jardín de infantes, especie de dulcinea, educada en las buenas costumbres y delicada al extremo hasta en su tono de voz. Una mujer enamorada de su quijote, Steve (Michael Fassbender), hombre demasiado valiente y confiado como para hacer perdurar su testosterona dentro de la cara oculta de Eden Lake: ese paraíso terrenal cuyo rostro endiablado se encuentra bosquejado en un graffiti que dicta sentencia prematura y que se halla ubicado clandestinamente detrás de un cartel publicitario, como uno de los planos se encarga sutilmente de describir en el momento en que arriban los amantes al lugar. Y es allí, en las orillas del lago, donde el primer contacto determina lo que vendrá: la pareja es incomodada por un grupo de jóvenes y niños que elige la provocación a partir de una evidente mala educación (que será de origen familiar, como se podrá ver después) para iniciar el conflicto y la tensión entre ambos grupos. Lo que sigue a esa especie de reto es una sucesión de hechos inesperados: a la muerte accidental de un perro, resultado del desplante entre el macho de cada bando, le sigue la violencia agravada que transforma al edén de turno en una zona tortuosa con puntos en común con aquellas representaciones fílmicas de un Rambo (aunque sin armas de fuego) perdido en el ambiente selvático de Vietnam y siendo perseguido por el enemigo. Sin olvidar que en este caso, y como se dijo con anterioridad, la figura eufórica del hombre se halla desplazada en la imagen femenina.
En esa zona circunscripta por límites difusos (Eden Lake es un laberinto donde la imagen humana se vuelve ínfima gracias al contexto, como esos escasos planos aéreos ilustran) Watkins convierte al personaje de Jenny en pivote del dolor, la tensión y el horror: ella es la que resiste a pesar de las heridas (vean esa escena terrible cuando debe sacarse a la fuerza una especie de hierro que se ha clavado en uno de sus pies), la que se oculta y escapa, la que intenta salvar a su pareja y la ve morir y, como si fuera poco, la que culmina por matar. Y este último punto no es menor: Jenny, cansada pero todavía eufórica, abandona toda sociabilidad luego de hundirse en el lodo del espanto, y a continuación da muerte a dos de los jóvenes del grupo agresor. El primero en caer es uno de los débiles, de los dubitativos, de los menos peores (si tal cosa existe dentro de un grupo de críos que placenteramente o no llegan al límite de la tortura). Momento en que Watkins decide dejar sola a Jennifer, alejando la cámara mientras la mujer toma conciencia de lo hecho. La otrora educadora de niños comprende la situación que la supera y los límites se rompen: eufórica, se libera por completo sin poder detenerse, siendo incitada por ser testigo del asesinato brutal de su pareja y de un niño, ambos quemados vivos. Es notable observar cómo Watkins toma distancia del horror durante esa escena, optando por quedarse con Jennifer, quien vomita pero continúa escapando (claro resultado del estado eufórico que la envuelve).
Llegado el clímax del escape, la opera prima de Watkins clausura aquello que anticipa al comienzo: las palabras que se escuchan en la radio del automóvil de la pareja se hacen cuerpo en el seno de la institución familiar. Jennifer, poseída por una euforia irrefrenable que la condena a pasarle por arriba con un vehículo a la joven más extraña del grupo, culmina por traspasar los límites de la propiedad privada, chocando con la casa del padre del líder de la banda de menores que persigue a la pareja. Es en ese instante donde un grupo es reemplazado por otro: uno de adultos. Siendo este último portador de las mismas costumbres, la misma educación, la misma ira, la misma violencia, el mismo horror que aquél que integran sus hijos. Allí culmina el viaje de Jennifer, su escape y su euforia. En suma: su historia.
En el final, el director deja la cámara como expectante frente a uno de los menores (el peor de todos). Dentro de su cuarto y mientras se mira al espejo, esta especie de bully posa con los lentes Ray-Ban de Steve: sin duda, su trofeo de guerra. En Eden Lake ya no hay víctimas (por más que el destino de Jennifer se intuya trágico) sino victimarios: unos por (mala) educación, otros por euforia.