Un paraíso para los torturadores
Ella es una linda maestra jardinera, tan llena de pecas como una nena. El, un caballero pintón, con 0 km y anillo de matrimonio bajo la manga, sorpresa para coronar un fin de semana idílico. El nombre del lugar en el que él planea darle la novedad a ella lo dice todo: Eden Lake, Lago del Edén. Hay dos posibilidades: o se trata de una estúpida comedia romántica, con la pareja perfecta a orillas del lago de sus sueños, o de una despiadada fábula social, con el edén de los ricos convertido en infierno. En el afiche local de la película se ve cómo la sangre baja por la cabeza del muchacho, mientras su ginger girl observa con rostro aterrado: ya se sabe cuál de los casilleros atravesar con filosa cruz.
Podría suponerse a Eden Lake, ópera prima del británico James Watkins, un mix entre Los perros de paja, El señor de las moscas, El juego del miedo y Alien. Como en la primera, la joven pareja burguesa, enfrentada a sus peores terrores, verifica que éstos son peores de lo imaginado. Como en la segunda, un líder cruel y autoritario disciplina al grupo de jóvenes seguidores, obligándolos a ir mucho más allá de sus escrúpulos. Como en la tercera, a partir de determinado momento se ofrece, al sadismo de la audiencia, el campo orégano de la tortura, la mutilación, el derroche sanguíneo. Como en la última, una mujer se revelará como la más macha de todos, convirtiéndose en versión darwiniana de ella misma. Como darwinismo sangriento podría definirse, de hecho, la línea filosófica que anima a este thriller crudamente británico. Que –debe dejarse constancia– ha recibido cuantiosos elogios y seguramente los seguirá recibiendo aquí.
Uno de esos elogios apunta sobre el “realismo” de la película de Watkins, sostenido en que el monstruo no es aquí un psicópata asesino, un fantasma, un zombie o cualquier otra entidad imaginaria, sino unos chicos con malos modales, rottweiller y navajas. Podría pensarse, por el contrario, que ese carácter de reproducción crasa de lo real no es muy virtuoso, en tanto empobrece el material, lo vuelve literal y reduce el campo de posibles interpretaciones. El posible reaccionarismo de la moraleja (¡huid, gente de bien, de sospechosos muchachones!) se ve atenuado, ciego sería no reconocerlo, por el hecho de que es el protagonista (Michael Fassbender, Bobby Sands en Hunger y el crítico de cine de Bastardos sin gloria) el que fuerza la escalada de violencia. Se relativiza, a la vez, la condena sobre el grupo de chicos, al señalar que el minihooligan líder del grupo es como es porque tiene un padre como el que tiene.
No pueden dejar de computarse dos llamativas muestras de oportunismo, exhibidas por el realizador y guionista (autor de un par de guiones previos para terceros, sobre ideas vecinas a las de esta película). La primera es la de proveer satisfacción garantizada al público de El juego del miedo y otros exponentes de pornotortura cinematográfica. La segunda es la de construir, en el personaje de la (super)heroína, una suerte de Rambo feminista, tan útil para la cartera de la dama progre como para el bolsillo del caballero facho. Y ninguno contento, porque está claro que si alguna sensación deja Eden Lake es la de un profundo malestar. Queda por ver para qué sirve.