Uno, dos, ultraviolento
El film de horror inglés narra, con una crudeza implacable, la transformación de un fin de semana romántico en una pesadilla sangrienta.
El viaje que lleva desde el fin de semana de amor hasta la pesadilla no tiene escalas. Ni las necesita: origen y destino están mucho más cerca de lo que parece. En esta película cruda e intransigente, que algunos ubican entre lo mejor del último cine de horror inglés, Jenny es una dulce maestra jardinera a la que su novio lleva de camping a un lugar soñado. En el lago del Edén del título estará el fondo romántico propicio para proponerle matrimonio. Pero a poco de salir de la ciudad en su camioneta 4x4, se intuye que la naturaleza a la que se acercan –llámese pueblos de las afueras o bosques vírgenes, lo mismo da para un par de urbanitas sedientos de relax– está más cerca del territorio hostil, húmedo y oscuro de lo malo desconocido que de la postal idílica. En el restaurante donde paran a comer, un chico es abofeteado por su madre en la mesa de al lado. En el cuarto de hotel donde se hospedan, los gritos de una pelea atraviesan la pared. El lago, al fin, está cercado por un perímetro de seguridad impensado. Y para cuando Steve y Jenny logran tumbarse bajo el sol a hacerse mimos, la tensión ha tomado la historia. Entonces aparece la pandilla de chicos, con su rottweiler babeante y su música a todo volumen; el principio del fin. Lo que sigue es un tormento impiadoso para los personajes y los espectadores, donde la sangre salpica y la capacidad de crueldades de los menores revela más y más capas de una cebolla interminable y apestosa. Heredera de La naranja mecánica, con ecos a films como Los perros de paja, este ejercicio de búsqueda en los basureros del horror social no contrapone entonces naturaleza versus comodidad urbana, ni ricos contra pobres, sino el mundo adulto versus el adolescente, habitado por chicos que aprendieron a colarse por los vericuetos de su inimputabilidad y sus privilegios. Autoconscientes, estos rednecks subveinte se emborrachan con el poder que debe otorgar la sensación de matar, de torturar y hasta incendiar vivo a otro individuo –sí, no es un film para estómagos delicados–. Al punto de filmarse con las cámaras de sus celulares mientras dibujan con el cutter la piel de su víctima eventual, que bien puede ser uno de ellos si la furia del momento los lleva hasta ahí.
A la manera de los chicos bien de Funny Games, de Michael Haneke, los asesinos sin edad suficiente para manejar, que se conducen en bicicletas de montaña –y las bicis, solitas, llegan a meter miedo aquí–, son transmisores del terror más inapelable: el de la violencia sin razón y porque sí o, mejor dicho, la del ¿y por qué no?
Hay cierta estética de clase B, varias actuaciones débiles y una musicalización poco feliz. Pero el director Watkins logra hacer de su bosque con lago un laberinto tan terrorífico que hasta se banca la luz del sol y el cielo azul brillando en la mayoría de las secuencias desesperantes. En el contraste entre esos verdores y los jadeos desencajados de sus protagonistas late el pulso de un film que niega el sosiego, la redención o la esperanza a la que el género acostumbra a esperar. El ejercicio de Watkins es extremo, y extrema es la experiencia de observarlo. Incluido el giro hacia la sátira familiar, o social, como dardo de nihilismo sin retorno. Así completa una mirada implacable –y sangrienta– sobre un mundo en el que, para saber quién es el cordero, primero hay que vérselas con el lobo.