¿Cuántas caras tiene el miedo?
Según Steven Spielberg, el éxito de Tiburón se debió, no al hecho de que la película asustara, sino que presenta a un ser conocido por la mayoría de las personas, de una forma que nunca se hubiesen imaginado.
Si los tiburones provocaban miedo por el solo hecho de ser un depredador fatal, Spielberg lo convirtió en un monstruo gigante, sanguinario, pero a pesar de todo creíble.
No se trataba de las tarántulas gigantes mutadas por algún accidente tóxico que atacaban la ciudad.
El miedo a lo desconocido, es provocador, pero después de tanto arremeter y arremeter con el tema, termina fatigando ver siempre a los mismo fantasmas o demonios atacar simples familias o adolescentes ingenuos e inocentes.
No existe una sola persona que sea inocente. Todo acto produce una consecuencia, y dicha consecuencia a la vez es producto del contexto social que manifiesta la violencia.
No por nada, la institución “familia” es la precursora de monstruos como Michael Myers, Jason, o el loco de la motosierra.
Pero estos personajes son deformados, marginados de la sociedad, que al final terminan ganando un pasaje a la inmortalidad.
Sin embargo, con el paso de los años, cada vez asustan menos. ¿Por qué? Porque el espectador los conoce, y porque los nuevos realizadores los hacen cada vez menos verosímiles.
¿Pero que pasa si el terror proviene de nuestros propios hijos? No marginados, no deformes mutantes.
Esta vez, los adolescentes son los asesinos.
Sin necesidad de máscaras o armas complejas, James Watkins, crea uno de los thrillers más aterradores, sangrientos y realistas que se hayan visto en mucho tiempo, en base a una pandilla de mocosos traviesos. Nada más.
Jenny es una maestra jardinera. Steve es su novio. Un fin de semana, Steve convence a Jenny de ir a una especie de lago público, que pronto será convertido en una represa privada. Sin embargo, lo que debería tratarse de unas vacaciones románticas y apacibles, empiezan a volverse tenebrosas, cuando la pareja decide pedirle a una pandilla de adolescentes que apaguen una radio y dejen de mirar el cuerpo de la novia. La pandilla no toma muy bien la actitud “adulta” de Steve, y decide vengarse “inocentemente” robándole el coche. Cuando, va en su rescate, Steve, accidentalmente mata al perro de Brett, el líder de la pandilla, y pronto la pareja empezará a vivir un calvario.
Watkins crea escenas de tensión y suspenso con timing hitchcoiano. No busca la sorpresa o el golpe de efecto. El montaje y el sonido, juegan roles fundamentales acompañados por un elemento cinematográfico que generalmente es bastante obviado en el género: buenas actuaciones. La dupla de la experimentada Reilly (vista en las comedias Piso Compartido y Las Muñecas Rusas) y Michael Fassbender, uno de los actores del momento (Hunger, Bastardos Sin Gloria, Fish Tank) logran darle mayor verosimilitud a la historia. A eso se le suman excelentes interpretaciones de la pandilla adolescente, especialmente de Jack O Connell como Brett.
Sin embargo, Watkins no solamente logra un gran thriller con momentos de gore y sadismo mucho más impresionantes y creíbles de lo que haría Eli Roth, y evitar caer en demasiados lugares comunes o clisés, sino que da pie a la reflexión acerca de cuáles son los límites que se deben imponer a la violencia y “maldad” de la pubertad. Hasta donde es culpa del chico, y donde empieza el cuidado del padre, de donde viene ejemplificada tal tortura.
El final de Eden Lake es impresionante, inteligente, imprevisible pero coherente, y deja un mal gusto en el espectador, no por aquello que se ve (justamente otro acierto de Watkins es el excelente, sutil y sencillo uso del fuera de campo), sino por el mensaje que trata de dar.
Como si fuera una cruza entre El Señor de las Moscas y el clásico de John Boorman, Amarga Pesadilla (1972, con Burt Reynolds, Ronny Cox, Ned Beatty y Jon Voight), Watkins, en su ópera prima, construye una pesadilla en medio de los bosques, repleta de connotaciones sociales y crítica industrial, que derivan hacia el debate; donde el miedo proviene de aquello que más subestimamos, donde no medir las consecuencias de los actos, termina siendo nuestra propia condena.