La historia como un tapiz.
Todas las virtudes que se advertían en la ópera prima de Encina vuelven a asomar en Ejercicios de memoria, cruzado por una singularísima manera de encarar el cine y un tierno humanismo que le permite abordar la historia paraguaya desde una intimidad conmovedora.
Hay una rara, esquiva belleza en Ejercicios de memoria, el segundo largometraje de la cineasta paraguaya Paz Encina después de su asombroso debut con Hamaca paraguaya, once años atrás. El tiempo transcurrido, sin embargo, no hace más que confirmar la determinación ética y estética de Encina, que sigue fiel no sólo a su singularísima manera de encarar el cine sino también a ese sereno, tierno humanismo que le permite abordar la historia paraguaya desde una intimidad conmovedora.
Si Hamaca paraguaya ya trabajaba sobre la idea de la ausencia, la de ese hijo que había partido a la guerra (la de Paraguay con Bolivia, en 1935) y a quien sus padres esperaban vanamente, acunados en la hamaca del título por el arrullo de los sonidos de la selva, ahora en Ejercicios de memoria quienes esperan son los hijos. Esperan que de su padre, Agustín Goiburú –principal líder de la resistencia a la dictadura de Alfredo Stroessner, desaparecido en Argentina en 1977 a manos de la Operación Cóndor–, reaparezcan aunque sea sus restos, que se sepa dónde y cómo fue asesinado. Esperan incluso que alguna vez vuelva, como reconoce uno de sus tres hijos, porque un desaparecido siempre está volviendo, en el recuerdo, en el dolor y en la conciencia.
El dispositivo narrativo que utiliza Encina ya estaba en parte en Hamaca paraguaya y en una serie de cortos que hizo entre medio de ambos largometrajes (ver entrevista aparte). Se trata de utilizar la voz en off no en el sentido habitual en el que se la usa, particularmente en el cine documental, de manera meramente informativa, sino en cambio como una suerte de voz histórica, de monólogo interior, un fluir de la conciencia a modo joyceano. En el caso de Ejercicios de memoria se trata de un coro a tres voces: las de Rogelio, Jazmín y Rolando, hijos de Agustín, a quienes ocasionalmente se le suma una cuarta voz, la de Elín, su viuda.
Ninguno de ellos aparece frente a cámara y nada de sus relatos pretende tener un orden estrictamente cronológico, al menos desde el montaje sonoro que propone el film de Encina. Son recuerdos, impresiones, suspiros, vivencias, fundamentalmente de la infancia, esa patria frágil en la que una palabra de los padres, un instante de una felicidad tan fugaz como eterna o hasta el aroma de un momento determinado quedan indeleblemente marcados en el espíritu de quien ejercita la memoria.