Traedme la cabeza del abogado
El Abogado del Crimen (The Counselor, 2013) tiene un talento envidiable delante y detrás de cámara. Dirección de Ridley Scott, guión original de Cormac McCarthy e interpretaciones de Michael Fassbender, Javier Bardem, Cameron Diaz, Penélope Cruz y Brad Pitt. Con un repertorio de esta calaña no podemos esperar menos que una genialidad, y quizás por eso sea que la película resulta un poco decepcionante, si bien está lejos de ser mala o, dios la ampare, aburrida. Ante todo es nueva y es bizarra.
El protagonista es el epónimo abogado interpretado por Fassbender, un tipo sin nombre (todos le llaman “Abogado”) feliz en pareja con Laura (Cruz), una madona con la cruz siempre colgando del cuello. El Abogado es un tipo inocentemente avaricioso y vive de negocios sucios a espaldas de la mujer que pretende comprar con diamantes. Luego conocemos a una segunda pareja, Reiner (Bardem) y Malkina (Diaz), un afable magnate de la droga y la vampiresa blonda que tiene de trofeo. Al Abogado y a Laura los conocemos en la cama, a Reiner y Malkina los vemos en pleno safari, mirando con aburrimiento a su chita mascota perseguir una liebre. La primera de muchas escenas que no tienen otro propósito narrativo que caracterizar la frivolidad de sus personajes, como cuando más tarde Malkina tiene sexo con el parabrisas de un Ferrari, en un flashback tan insólito como innecesario. No hay mucha economía narrativa en general.
El Abogado y Reiner son empujados por sus mujeres a pactar el contrabando de 20 millones de dólares en droga a través de la frontera mexicana-texana. Mejor dicho, son empujados por la idea que tienen de sus mujeres – El Abogado cree que solo puede conquistar a Laura con dinero, mientras que Reiner sabe que necesita del dinero para mantener a la femme fatale Malkina. La quinta pata y socio de Reiner es el vaquero Westray (Pitt), que tiene la mujer más insaciable: todas. Demás está decir que el negocio se complica y la cómoda y suntuosa realidad de todos los personajes se ve amenazada por la sangrienta brutalidad que viene desde México.
Y aquí hay que detenerse sobre la figura de Cormac McCarthy, el escritor del film y su verdadero autor. Como novelista trabaja desde hace casi 50 años y en los últimos años ha entrado en la cultura popular a partir de adaptaciones de sus novelas como Sin lugar para los débiles (No Country For Old Men, 2007) y La Carretera (The Road, 2009). Éste es su primer guión original. La mano literaria se hace ver a lo largo de la película, con extensas y crípticas disertaciones acerca del amor, la muerte y las mujeres, y un sabor teatral en cada escena.
Los personajes entran en escena, intercambian palabras portentosas y salen de escena. Cuando no discuten sobre filosofía, discuten sobre la trama, que mientras tanto ocurre en segundo plano. Los personajes no hacen mucho per se: la acción se encuentra casi siempre en el fondo, llevada a cabo por personajes secundarios sin nombre que fatalmente van redirigiendo el curso de las vidas de nuestros protagonistas mientras se roban entre sí el cargamento de drogas.
Por sobre todo, el diálogo es extraño. Los personajes tienen una forma de hablar irritantemente Shakespeareana, en el peor sentido de la palabra. “La mitad de lo que dijo significaba otra cosa, ¡y la otra mitad no significaba nada!”, como diría el Rosencrantz del dramaturgo Tom Stoppard. El barroquismo dialéctico típicamente McCarthiano funciona en sus libros y las adaptaciones de los mismos porque nace tanto de los personajes como del entorno que los moldea (la dicotomía del “salvaje Oeste” a medio educar se hace presente en Sin lugar para los débiles, por ejemplo). Aquí parecen hablar en aforismos porque sí. Un personaje le dice a otro que es frío y le responden “La verdad no tiene temperatura”. Luego tenemos “Es la debilidad de nuestros corazones lo que nos cerraría los ojos, pero al hacerlo crea nuestro destino”. O esta gema misógina: “La verdad acerca de las mujeres es que puedes hacerles lo que sea excepto aburrirlas”.
Las mujeres de Cormac McCarthy son dos: putas o santas. La Malkina de Diaz es abiertamente una bruja: encapuchada, rodeada de espíritus familiares chitas, vestida y tatuada con manchas de leopardo y hasta su nombre (“grimalkin” viene del inglés arcaico para “gata malvada”) indica su naturaleza maligna. Por otra parte tenemos a la pulcra e intachable Laura de Cruz, el personaje más subdesarrollado de la película. Comparten sólo una escena juntas, en la que hablan, obviamente, de sexo y dinero.
El Abogado del Crimen es ominosa, bizarra e impredecible, todas cosas buenas para una película. Su premisa es traicioneramente sencilla: hay en juego grandes actuaciones en un terrible mundo naturalista que, una vez desafiado por la codicia, pone a los jugadores en su lugar con furia e inclemencia. Los instantes finales de la película poseen una calma y serenidad familiares a los que recuerdan el poético final de Sin lugar para los débiles. Sin embargo las escenas y el diálogo en ellas sufren la ausencia de un ojo y un oído más cinematográficos y menos literarios.