The devil fucks Ferraris
Cuando era chica (no me acuerdo bien qué película era, porque la pasaban por Cinemax cuando era un canal que venía con el resto de los canales básicos de cable y te pasaba mil películas clásicas de los cuarentas, cincuentas y sesentas y setentas…aunque siempre me haya tirado esta última década) vi una película de Fritz Lang en la que un hombre común y corriente, de un día para el otro, por una calentura, terminaba perdiéndolo todo: su obra como artista, su mujer y su dignidad. Todo por una chirusa. A esas chirusas el cine clásico les puso un nombre. Desde entonces cada vez que aparece una de esas minas que enloquecen a los hombres gracias a un sexo descomunalmente bueno (o una promesa, depende) las llamamos de una misma forma: femme fatale.
A la femme fatale hay que tenerle miedo, porque, como sentencia Bardem en uno de esos diálogos con pretensiones existencialistas, son inteligentes, cogen bien y te enamoran. Frente a eso, el hombre está en peligro, como las presas indefensas de los leopardos.
Desde Barbara Stanwick hasta Kathleen Turner (que en Body Heat, de Lawrence Kasdan, rajaba la tierra… pero que hoy está irreconocible: los años pasan para todos), las femme fatale se caracterizaron por ser un peligro para el mundo de los hombres. Si, un poquito machista el asunto. O misógino. Pero no tanto: las mujeres fatales a las que me refiero fueron clave en la avanzada feminista en el cine en una época en donde ser mujer, elegir y ser independiente era poco menos que un trébol de cuatro hojas. Claro, hoy estamos en 2013 y pedirle al cine que nos venda la misma cantinela de esas mujeres independientes y peligrosas a la vez, bueno, sería un poco injusto. Hasta anacrónico. Pasó demasiada agua sobre el río. Y, excepto que seas Brian De Palma y hagas un jueguito con el tema y hasta le pongas a la película ese título, es casi imposible reconocer a esa figurita en nuestro presente.
Pero si sos un tipo chapado a la antigua –por no decir bastante conservador– como Ridley Scott y te la jugás de pseudofeminista, todo puede volver a hacerse. A eso suena El Abogado del Crimen: a que Ridley Scott quiso hacer una de gangsters de frontera (será por eso que el guión es de Cormac McCarthy) pero no solo le salió una cosa espantosa por los cambios de tono (por momentos, graciosa, llena de oneliners y, de repente, híper solemne y sentenciosa a morir).
Básicamente hizo una suerte de remake literal de El Abogado del Diablo. La diferencia es que en esa, al menos, había algo juguetón. Aquí, en cambio, es el viejo cuentito moralista del abogado que se metió donde no debía y que por dinero “perdió lo más importante de la vida”. En el medio, la femme fatale es Cameron Diaz (en su mejor plan Ellen Barkin come hombres), que es una especie de monstruo que manda a hacer y deshacer, matar y comprar a éste y a aquel. Pero que, por sobre todas las cosas, es un monstruo sexual que se coge automóviles (posta). Acuérdense de la palabra “catfish” (que en castellano conocemos como “bagre”) y piensen que la película hace una asociación con la vagina de Cameron. Bueno, ese monstruo sexual hace y deshace a piacere. Es una mujer fuerte y sexuada en un mundo de hombres. Es una sobreviviente post apocalíptica en un mundo sin sentimientos. No estaría mal un personaje así en el mundo del policial negro de los 40. Pero estamos en 2013 y suena todo un poco viejo, un poco demodé, un poco moralista (mueren todos los que deben morir, y se pronuncian diálogos de manual de autoayuda) y un poco para la tribuna.