Sin lugar para los débiles
El abogado del crimen es una de las películas más desconcertantes, inasibles, inclasificables y discutibles de los últimos años. Para algunos colegas muy respetables (entre ellos, Manohla Dargis o Scott Foundas) es poco menos que una obra maestra. Y para muchos otros -igualmente reconocidos-, es poco menos que… un desastre. Yo pasé durante sus casi dos horas de la fascinación a la irritación, de las carcajadas a la incredulidad. Aún ahora, cuando empiezo a escribir estas líneas, no sé bien si me gustó mucho, poco… o nada.
Reconociendo que es cualquier cosa menos “sólida y gratificante” (términos que utilizaron con frecuencia sus detractores), estamos ante una “anomalía” de Hollywood que merece ser analizada y debatida sin caer en el facilismo de despreciarla por lo que no pudo, no quiso o no supo ser.
¿Por qué hablo de “anomalía”? Porque estamos ante una película demasiado extrema, experimental y pretenciosa para los parámetros del cine mainstream actual (incluso para los del cine “adulto”). Porque había demasiadas estrellas involucradas (léase demasiado ego) y el resultado -por momentos ridículo, siempre provocativo- no es precisamente lo que los agentes y representantes suelen aconsejarles para consolidar sus respectivas carreras en la industria.
Más allá de la presencia de Ridley Scott detrás de cámara (lo que garantizaba una estilización visual y también sus habituales regodeos), la mayor curiosidad que generaba El abogado del crimen era apreciar el primer guión original escrito por el ya octogenario, legendario y admirado Cormac McCarthy. Y el ganador del premio Pulitzer entregó cualquier cosa menos una historia sencilla y clásica.
El film empieza con una audaz escena de sexo (más audaz por lo que dicen que por lo que muestran) entre el abogado corrupto del título (nunca sabremos su nombre) que interpreta Michael Fassbender y el amor de su vida (Laura, encarnada por Penélope Cruz). Tras ese romántico punto de partida, la cosa se pone cada vez más hostil, sórdida y cruel con una pátina moralista frente a las miserias del capitalismo, simbolismos varios (el guepardo persiguiendo al conejo) y una veta tragicómica que seguramente no pocos odiarán.
Y empieza también el desfile de grandes estrellas en excéntricos personajes: la manipuladora y despiadada Malkina (Cameron Diaz), el ampuloso narcotraficante Reiner (Javier Bardem con otro de sus raros peinados nuevos); Westray (Brad Pitt), un cowboy experto en negocios sucios y en frases filosóficas, y muchos otros (están, claro, los latinos feos, sucios y malos).
Entre estereotipos y arquetipos, caprichos y excesos, y mientras un camión de residuos sépticos transporta un inmenso cargamento de cocaína desde Colombia hasta Chicago, Scott y McCarthy se empecinan con diálogos de una ambición y complejidad que no recuerdo desde… Cosmopolis, de David Cronenberg.
El abogado del crimen nos regala escenas épicas (como Cameron Diaz haciendo el amor con… un auto, en un remedo del fetichismo del Crash, extraños placeres, de -otra vez- Cronenberg), nos asesta una catarata de chivos (product placement en la jerga del negocio), nos lleva a más ciudades que todas las películas de Bond y Bourne juntas, nos compensa con algo de acción y tensión (en su tercio final), y nos ofrece imágenes de gran belleza cortesía de ese inmenso DF que es Dariusz Wolski.
Si fuera un cronista de espectáculos radial, el conductor después de toda esta perorata me preguntaría: “¿Pero la recomendás o no?” Y mi respuesta más honesta debería ser: “No sé”.