Una de Cormac McCarthy
Si hay algo que distingue a Ridley Scott es su capacidad para invisibilizarse como autor, no evidenciando sus marcas de estilo o su punto de vista. Es distinto a lo que era su hermano Tony, que construyó una filmografía plagada de testosterona, de personajes masculinos que hacían de su profesión una declaración de principios y que transitaban films de ritmo acelerado y montaje videoclipero. Con Ridley es más difícil establecer patrones, lo que le ha permitido convertirse en vehículo de películas interesantes y estimulantes (y muy distintas entre sí), como Los duelistas, Alien y Blade runner, aunque esta falta de personalidad lo ha conducido a caer en la intrascendencia o mejor dicho, lo indignantemente intrascendente: de sus últimos veinte años, sólo se pueden rescatar Lluvia negra, Gladiador y Gángster americano. De films como Thelma y Louise, Hasta el límite, Corazón de héroes, Hannibal, La caída del halcón negro, Los tramposos, Un buen año, Robin Hood o Prometeo no vale la pena hablar mucho.
Con El abogado del crimen, Ridley vuelve a tomar su papel de artesano, dedicándose a poner en imágenes un mundo configurado por Cormac McCarthy, autor de los libros en que se basaron Sin lugar para los débiles y La carretera, y que acá ejerce de guionista. El film se centra en un abogado (Michael Fassbender) que se mete en un negocio de drogas en el que todo lo que podía salir mal, sale mal, con lo que su vida (que incluye a su hermosa pareja, interpretada por Penélope Cruz, a la que acaba de proponerle matrimonio), se va por el inodoro rápidamente.
No dejan de ser atractivos (y hasta arriesgados) dos aspectos del relato. En primer lugar, cómo se toma una buena cantidad de tiempo para presentar un universo de pura superficie y ostentación, de autos lujosos, trajes caros y pasatiempos bizarros, que en realidad es un castillo de naipes que puede ser sostenido o derrumbado, según convenga, por fuerzas que no temen desatar una violencia extrema. La gran mayoría de los individuos que integran este entramado (incluidos los personajes encarnados por Javier Bardem, Cameron Diaz y Brad Pitt) son, en mayor o menor medida, conscientes de esta fragilidad. Las excepciones son Fassbender y Cruz, quienes hasta último momento tratan de convencerse de que pueden salvarse, hasta que la realidad hace lo suyo. En segundo lugar, como evidencia que los verdaderamente poderosos, los que manejan los hilos, o no aparecen, o son vistos emitiendo órdenes, porque a la hora del verdadero horror, de la matanza y la sangre, ellos no están, no se mezclan, son como meros fantasmas, y sólo se dedican a aprovecharse de los resultados. El abogado del crimen, es un filme sobre los peones del ajedrez criminal, los que terminan siempre pagando los platos rotos.
Si El abogado del crimen se complementa en cierta forma con el panorama trazado por Sin lugar para los débiles, termina lejos de la excelencia de la película de los hermanos Coen básicamente porque Scott no puede acomodarse de manera pertinente a los diálogos escritos por McCarthy, demasiado literarios por momentos (como en la conversación telefónica entre Fassbender y un personaje interpretado por Rubén Blades, donde hasta se cita a Machado de manera bastante superflua) ni imprimirle el rigor requerido a la narración, que recién en la última media hora adquiere el vigor necesario. Aún así, este film, demasiado maltratado por la crítica (y el público) en los Estados Unidos, no deja de ser un recorte seco y brutal de un momento, de una instancia del paisaje criminalístico que alimenta y a la vez canibaliza a la sociedad occidental.