Con una fotografía en blanco y negro que presenta un Amazonas en clave preciosista como telón de fondo, se comprende rápido que el director transita voluntariamente una zona incierta, ambigua, y que toma distancia de cualquier lugar extremo: el relato, con sus reconocibles momentos de aventura y de locura, está lejos de la eficacia narrativa de las películas estadounidenses por un lado, tanto como de la búsqueda de monumentalidad del cine de Herzog por el otro. Sin embargo, Ciro Guerra suscribe evidentemente a un cine que cuenta historias, como puede verse enseguida en el periplo de los protagonistas y en la evocación de viejas convenciones del cine de aventuras, como la mención a la sabiduría superior de los pueblos aborígenes, los horrores del colonialismo europeo (y del extractivismo latinoamericano, también), o en la apelación al eterno motivo del choque de culturas. El problema es que ese choque, que se anuncia al comienzo como un verdadero salir al cruce de “el otro”, se narra finalmente con los recursos más gastados imaginables, e incluye golpes bajos como la escena en la que se ve a un cura azotar a un joven discípulo. Entre otras ocasiones, es cuando el explorador estadounidense llega a la misión años después que su antecesor y ve una sociedad enloquecida y gobernada por un supuesto mesías que la película exhibe sus propias limitaciones: Guerra quiere filmar la locura colectiva, apropiársela a la manera de Coppola, o de Herzog, o de Saer en El entenado, pero solo alcanza a dar con un tono entre torpe e involuntariamente cómico y nos recuerda, sin quererlo, que la oscuridad es algo a lo que muy pocos directores pudieron realmente asomarse. El abrazo de la serpiente, entonces, es más o menos un dispositivo que se pretende sofisticado, pero que no aspira más que a actualizar viejos lugares comunes del cine y de la literatura. Si bien al principio el director trata de deslumbrar con el delicado trabajo aplicado a la imagen (con un blanco cegador que colma los planos y que, hay que decirlo, sumado al encuadre ancho, resulta muy bello), a medida que avanza el metraje el guion se revela como el verdadero soporte de la película, el mecanismo que produce sus destellos más visibles: una buena parte del interés y de la apuesta de Guerra dependen del juego con dos tiempos distintos que el relato mezcla y de los que se sirve para construir ese efecto tan particular que surge de observar el pasado y el presente de Karamakate, y de cómo en ese ir y venir se dispone la cuestión de la memoria y del aprendizaje. Entonces, si El abrazo de la serpiente conmueve, lo hace sobre todo a partir de esa ingeniería de guion, que pertenece más plenamente al terreno bien cartografiado de las películas narrativas, que a las tierras más bien inhóspitas, siempre por explorar, del cine contemporáneo.