Una película con varios momentos notables, una historia cuativante, personajes amables y algunas secuencias que descompensan el equlibrio de su estilo en pos de un merecido ajuste de cuentas
El otro, con o sin mayúscula, es el sustantivo del que se abusa para hablar sobre lo que resulta ajeno, fascinante, amenazante; el otro que habla de otro modo y porque así es su mundo no es necesariamente el mismo. El otro de los antropólogos, de los lingüistas, de los traductores, de los facciones políticas, de las clases sociales. El otro de los filósofos, que puede ser infierno como también el rostro de lo otro que reclama una presunta respuesta ética inmediata. El otro de los cineastas y la pregunta inevitable: ¿cómo filmar al otro? Ese otro que puede ser un miembro de otra clase, o el otro que en el propio territorio de uno es un otro radical, como los sobrevivientes de la conquista.
El abrazo de la serpiente es una de esas películas que confronta directamente con esta interrogación sobre cómo filmar aquello que se desconoce, una inquietud que puede parecer escrupulosamente biempensante, pero que es estéticamente insoslayable. Ciro Guerra, el cineasta colombiano del momento (y el más ambicioso de su generación), tomó un camino simbólicamente minado. En su película asoman todos los peligros de ciertas películas en las que unos y otros se encuentran o desencuentran: los indios amazónicos, los religiosos fervorosos, los hombres de la ciencia occidental. Dicho en otros términos, teología cristiana, sabiduría perenne y ciencia universal (y el incipiente capitalismo primitivo de la región) constituyen un cóctel de explosivos que exige precisión. Además, está el paisaje virgen de la selva amazónica, un ecosistema cuya contundencia clama por la sobreactuación. ¿Pudo el cineasta conjurar las delicias de la corrección política y la caligrafía esplendorosa?
Inspirada en los diarios de Theodor Koch-Grünberg (1872-1924) y Richard Evan Schultes (1915-2001), el primero un etnólogo alemán, el segundo un biólogo estadounidense especializado en plantas medicinales y alucinógenas, la historia que cuenta El abrazo de la serpiente está dividida en dos tiempos, que corresponden a los respectivos viajes a la amazonia colombiana de Grünberg a principios de siglo y de Schultes unos 40 años después. En el filme, los dos hombres occidentales están unidos por una misma región, un mismo chamán y un interés común: una planta medicinal denominada yakruna, que a su vez es un regalo de los dioses para el pueblo del hechicero Karamakate, una sustancia que excede al pragmatismo médico y es más bien un vehículo natural que conduce a una dimensión sobrenatural. La película pondrá en imágenes ese potencial viaje y acierta bastante en su lacónica pero desatada visión en colores de un cosmos primigenio, único momento en el que el filme deja de verse en blanco y negro.
El relato va y viene entre los primeros años y la cuarta década del siglo XX. En la selva es difícil distinguir el paso del tiempo, excepto por los pocos objetos que tienen alguna importancia en el relato: una cámara de fotos y un tocadiscos en el que sonará una obra de Joseph Haydn. La mayor evidencia de que el tiempo ha transcurrido es el propio Karamakate. El vigor físico es el mismo, su semblante desconfiado persiste, pero el crecimiento de su estómago y las evidentes arrugas de su piel indican tiempo vivido.
Ciro Guerra arranca con el moribundo Theo, acompañado por su asistente Manduka, desesperado por encontrar la yakruna para salvarse. En cierto momento y sin aviso alguno el relato pasa a la visita de Evan en búsqueda de esa misma planta, de la que supo por su antecesor y que este jamás pudo encontrar. Alrededor de esa búsqueda, en la que el entendimiento suele prevalecer, la selva no estará exenta de peligros. Si bien se verá un jaguar y varias serpientes inmensas, la verdadera amenaza será humana: son los misioneros y los caucheros los agentes de la discordia.
El gran tema de la película es la transmisión del conocimiento, y por conocimiento se entiende aquí el conjunto de saberes de una tradición sin método científico que la avale y otra tradición que cree en la objetividad de sus saberes. En este sentido, hay un cuidado equilibrio en sostener una valoración equidistante y simétrica entre la episteme precolombina y la de la ciencia moderna. Milagrosamente, el punto de vista del filme está inscripto en el espacio que existe entre una cosmovisión y la otra. Es por eso que Guerra evita, más allá de algún que otro lugar común, concebir en la visión de los pueblos originarios un saber más prístino y sagrado que el conocimiento occidental, que tampoco es estigmatizado como una forma de saber depredadora.
Este es el punto más poderoso del filme: un pluralismo efectivo que se duplica en su afán por propiciar una universalidad polifónica incorporando un menú lingüístico pertinente en el contexto. Theo es alemán, pero puede hablar el kubeo para comunicarse con Karamakate, quien a su vez puede expresarse en español, idioma que tanto Theo como Evan hablan y que Manduka, que pertenece a otra etnia y su lengua madre no es el kubeo, también domina (lo notable es que entre él y Theo a veces hablan en alemán). Todos pueden aprender la lengua del otro, y justamente en esa intersección lingüística es en donde se pone a prueba la probidad de querer saber en serio algo acerca del otro.
El demérito ostensible del filme pasa por su retrato del cristianismo. En un primer momento, Theo, Karamakate y Manduka se cruzarán con una misión situada en el medio de la nada. Necesitan alimentos y por esa razón deciden visitarla. Allí viven decenas de niños sobrevivientes de matanzas que un cura fanático evangeliza con las típicas y previsibles interdicciones del caso: los pequeños salvajes, almas dóciles e inocentes, deben hablar en la lengua del delegado de Cristo y desestimar las viejas creencias de sus ancestros. Si desobedecen, la pedagogía del látigo les espera. Más una caricatura que una crítica a los mecanismos de conversión forzada por parte del clérigo, el retrato del cristianismo es excesivo. Hay aquí un desborde de simbolismos y una descompensación respecto de la perceptible discreción en la forma en la que Guerra mira al resto de sus personajes y lo que estos representan.
Esta hybris en el tono será fatídica en una segunda visita a la misión, ya en el tiempo del periplo de Evan. Aparentemente, tras la muerte del viejo sacerdote, un desquiciado portugués ha tomado ya no el lugar del mediador religioso sino que es una especie de Cristo encarnado al continente perdido. Los niños de antaño son ahora monjes o súbditos que están a la espera de un signo trascendente que los libere. La película deja entrever, a través de algunas fotos que se ven durante los créditos finales, que esa comunidad religiosa alguna vez existió. Más allá de la existencia concreta de ese colectivo sumido en una superstición perversa, ambos pasajes resultan inorgánicos respecto del relato central. Es como si hubiera un mandato cultural que el filme no puede desobedecer, un ajuste de cuentas que debe escenificarse en contra de una religión cuyos representantes traicionaron una doctrina inicialmente erigida en el amor.
El abrazo de la serpiente es una película extraña. Su éxito ubicuo en festivales responde a un requerimiento global: el cine latinoamericano solamente puede dedicarse a retratar salvajes contemporáneos del asfalto o rescatar a los pocos buenos salvajes que han sobrevivido a la prepotencia del mundo del hombre blanco. El filme de Guerra a veces tiende un poco a la segunda vía, pero casi siempre consigue apartarse de ese imperativo estético del cine internacional. Su consagración, quizás, es fruto de un malentendido.